El arqueólogo (Profesor Falcon)
1. EL ARQUEÓLOGO
En su sueño, yacía tumbado frente a frente con una mujer que sonreía. Por primera vez en mucho tiempo se sentía completo, a gusto, en paz. Por primera vez en mucho tiempo sentía esperanza. Y todo eso lo sentía al notar los dedos de ella entrelazarse con los suyos, estirados sus brazos por debajo de las almohadas.
No conocía a la mujer. No conocía aquella sonrisa. Solo recordaba del sueño que le había hecho sentir bien y ahora, al despertar, se sentía descorazonado, ahogado y perdido, como siempre.
Maldijo a la mujer. Maldijo el sueño y se maldijo a sí mismo por permitirse ese punto de esperanza en un estúpido sueño. Por perder tiempo siquiera en intentar recuperar aquella imagen, como si pudiera aportarle algo real retenerla.
No existía aquella mujer. No existía aquel momento idílico de paz y tranquilidad.
Solo existía el ahora y la necesidad acuciante de encontrar la maldita entrada a la ciudad subterránea, antes de que les suspendieran el proyecto por el conflicto armado que se acercaba.
Se levantó frotándose la cara con desesperación. Había investigado toda su vida, había puesto la ilusión de todos sus años infantiles, juveniles y de adulto en aquella maldita excavación y, como les había sucedido a todos los anteriores arqueólogos, cada día que pasaba en aquel laberinto de restos sin sentido, su expedición le conducía de forma cada vez más evidente al completo fracaso.
Una vez más se preguntó qué haría después. Cuando el gobierno prohibiera definitivamente el acceso a la colina, los guerrilleros invadieran los restos o, peor aún, los dinamitaran como habían hecho con las construcciones del sur y entonces el instituto cancelara definitivamente aquel proyecto… toda una vida dedicada a aquella estúpida ciudad subterránea. Toda una vida obsesionado con aquel estúpido propósito sin sentido… solo por concluir el trabajo de sus padres, solo por unos sueños infantiles que apenas era capaz de recordar.
Sus escasos amigos elogiaban su determinación y locura, la suerte de estar viviendo aquella vida de aventuras y significado, aquel sueño de niños que veían a sus héroes infantiles personados en él. Incluso le habían regalado un látigo y un sombrero, entre burlas y admiración subrepticia. En la expedición se había tenido que hacer, a regañadientes, con un arma de fuego. No le gustaban las armas de fuego. Sí las espadas y cuchillos de la antigüedad, aunque la realidad engañaba a esa proyección idílica que las películas de la infancia habían volcado sobre él: no sabía usar las armas de las que disponía.
No era un guerrero. Era un erudito.Un erudito con la mierda hasta el cuello. La financiación a punto de acabarse. Un piso que apenas pisaba en una ciudad a la que no tenía interés en volver y cuyo alquiler llevaba ya dos meses de retraso por haber derivado los fondos a negocios locales para obtener información allá donde la universidad se negaba a sufragar los gastos.
El conflicto armado se acercaba. No iba con ellos, pero igual que había sucedido con las aldeas y valiosos restos arqueológicos del sur, aquella gente destruiría cuanto encontrara a su paso, y los intentos del gobierno por mantener a raya la normalidad del país, los intereses extranjeros y la estabilidad, cada vez daban menos resultados.
En varias ocasiones el sargento a cargo de la seguridad del yacimiento le había informado del desperdicio que suponía mantener un destacamento protegiendo a un grupo de ladrones de tumbas extranjeros en una colina llena de piedras, mientras sus compatriotas perdían la vida en aquella miserable guerra civil que unos pocos tarados habían levantado desde las comarcas del este.
No podía culparle, pero no podía permitir que el yacimiento quedara desprotegido, porque todos los trabajadores se irían y la expedición habría sido en vano.
Estaba harto de luchar con militares, administrativos, delegados, periodistas y burócratas. Su única preocupación debía ser avanzar en las excavaciones, resolver los misterios de la ciudad subterránea y completar los descubrimientos de su linaje.
Estaba harto de las burlas de los que esperaban verle aparecer con grandes tesoros o, más probablemente, no verle nunca lograr ninguna recompensa a sus esfuerzos. Estaba harto de lidiar con todo el mundo. De la disyuntiva de compartir todos los conocimientos y secretos que le habían sido legados sobre aquel lugar, y de proteger día y noche los valiosos documentos de su familia, en los que se mostraban claves, algunas aún sin descifrar, sobre el contenido de las ruinas.
No creía en la magia que mentaban aquellos documentos. No creía en seres sobrenaturales. Si alguna vez había tenido alguna esperanza de que aquellas maravillas existieran, hacía tiempo que se habían consumido entre el barullo de preocupaciones y problemas de dirigir semejante expedición. Pero sí creía en la ruptura de paradigma que supondría encontrar aquellos restos. En la realización de ver completada una búsqueda de siglos y siglos de sus ancestros. En cerrar el maldito círculo que habían abierto por él, dejándole como legado una obsesión que no parecía llevar a ninguna parte.
En los últimos tres años apenas habían avanzado. El equipo asignado se había reducido al mínimo imprescindible, los fondos se acababan, la paciencia se acababa, las fuerzas también flaqueaban y la perspectiva de precipitarse al fracaso paralizaba cada decisión hasta que a pura rabia sacaba adelante el trabajo.
Estaba muy cansado de todo aquello. Pero el vacío posterior a aquella escabrosa fase le aterraba aún más que los problemas que se había acostumbrado a solventar, con mayor o menor carga.
Pensando en la mujer de su sueño trató de recordar la última vez que había estado con una mujer. Le entristeció pensar que ni siquiera recordaba su nombre. Demasiadas complicaciones. Siempre con prisa. Siempre con la mente puesta en otro lugar, en otro mundo. En un mundo enterrado que le había consumido años de vida, sin apenas recompensas.
Era cierto que había entregado al museo valiosos elementos: vasijas, utensilios y reflejos arquitectónicos que habían cambiado la concepción del pasado remoto de aquel valle inhóspito, justificando con los ingresos obtenidos la ampliación de su expedición. Pero apenas eran baratijas para él. Apenas habían arañado la superficie del yacimiento.
Lo que él buscaba ahí abajo no tenía nada que ver con cerámicas prehistóricas ni arquitecturas imposibles… aunque era una buena tapadera. Al menos mantenía la integridad de su reputación de arqueólogo serio. Contarle al mundo lo que su familia realmente creía que había ahí abajo no habría mejorado las cosas. A nadie le importaban los mundos de fantasía y las hipótesis absurdas de vida no humana en la tierra.
Vació las últimas gotas, llenas de polvo, de la cafetera de cristal parcheado que tenían en la tienda común. No quedaban reservas de café en ninguna caja. También habían empezado a racionar las provisiones.
Debían encontrar algo. Aunque fueran más vasijas y artilugios empolvados, para que la universidad o el instituto concedieran una última oportunidad al proyecto. Ni siquiera le quedaban fondos para volver por sus propios medios a la civilización si sus mecenas de repente le retiraran la subvención. Estaba miserablemente perdido en aquel infierno de polvo y roca.
Sonrió pesadamente al percatarse de que todos allí eran hombres. Algunos días las mujeres de una de las aldeas cercanas venían en un carro, tapadas hasta las cejas, con dulces y odres de agua… aunque hacía ya varias semanas que no habían vuelto a aparecer.
No creía que entre ellas pudiera estar la mujer de su sueño. Ni siquiera recordaba ya su rostro, o su sonrisa. Ni recordaba el tacto de su mano. Aunque durante el sueño le había parecido que era un tacto familiar.
Sacudió la cabeza chasqueando la lengua con fastidio. No tenía tiempo para eso. Se echó al bolsillo un par de cajitas al azar del cajón de provisiones y fue comiéndose un paquete de galletas que encontró sueltas, algo pulverulentas, tras llenar la cantimplora de bolsillo y una botella más para el zurrón.
Sonrió de medio lado al dejar atrás la destartalada tienda, con la totalidad de sus posesiones de valor encima y la mirada puesta en la que consideraban la entrada más probable al mundo subterráneo, en la que ya empezaban a trabajar algunos hombres con las primeras luces del alba. Aborrecía las implicaciones de todo aquello, pero la perspectiva de entrar una vez más en aquellos túneles despertaba una ínfima satisfacción en su interior. Chiquitita, pero suficiente para no decaer.
Recogió un casco con dos linternas y su chaqueta de excavación a la entrada del túnel. Saludó a los hombres y pico en mano, se internó en las profundidades, como uno más.
No vio llegar el todoterreno gris. No escuchó las llamadas de los soldados, retirando tropas y alertando a los trabajadores de su partida y los motivos de la misma. Ante él se extendía como un manto infinito la oscuridad de los túneles y el repiqueteo de los pocos trabajadores que hacían el turno de salida de sol. Nadie bajó a buscarlos.
– ¡Profesor! ¡Profesor Falcon!
El obrero corría por la galería, emocionado. Llegó junto al director de la excavación, que dejó caer el pico y enfocó con las dos linternas de su casco el artículo que traía el trabajador.
Parecía el embellecedor de una cerradura, una pieza romboidal con un hueco también romboidal más pequeño, entre un entramado de dibujos que recordaban al arte celta. Tenía marcas de haber estado embebido en una estructura mayor y huecos de los anclajes.
– ¿De dónde ha salido esto?
El obrero le condujo por el laberinto de túneles hasta una cavidad, apenas excavada, en la que se advertía un antiguo desprendimiento. Entre las rocas del suelo había algunos fragmentos de metal y madera petrificada.
El Profesor Falcon llamó al resto de operarios de la cuadrilla y enfocaron el trabajo en aquella sección, en busca de la puerta en la que estuviera embebida esa pieza o algún otro elemento diferenciador con el resto de bloques de piedra que estaban desenterrando.
En menos de una hora los obreros habían abierto un pasadizo hasta una galería diáfana con el suelo empedrado y una factura arquitectónica impensable para la datación del yacimiento.
Daniel Falcon se introdujo en el pasadizo, seguido de dos de los operarios y contempló fascinado los dibujos tallados en los frisos de las paredes. Boquiabierto y emocionado, el arqueólogo fue siguiendo los dibujos en busca de alguna escritura o símbolo que permitiera datar la factura de aquel intrincado arte.
Un descubrimiento sin parangón. El acceso definitivo a la ciudad perdida de Tyr, por una de las galerías mejor conservadas que la arqueología había hallado nunca desde las pirámides. Tallas policromadas iluminaban aquellas paredes, ocultas al paso del tiempo y al deterioro por el sellado casi hermético de la galería. Daniel Falcon, con un nudo en la garganta y el corazón latiendo a toda velocidad, iluminaba con los dos pequeños focos de su casco un lado y otro de la galería, extasiado.
Entonces empezaron las explosiones.
Primero tembló el suelo y se desprendieron algunos fragmentos de yeso y roca sobre ellos. El profesor Falcon, como responsable de la excavación, hizo un cálculo rápido de trayectorias de salida, hombres susceptibles de quedar atrapados en los túneles y opciones de escapatoria en caso de fallo de alguno de los puntales. Después escucharon un barullo de voces entremezcladas y un estruendo que tardaron en identificar como disparos dentro de las galerías. El Profesor se acercó a la entrada del pasadizo, indicando a los hombres que aguardaran tras él y vio caer fulminado a uno de los obreros que corría hacia el interior del yacimiento, con las manos en el pecho… en ese instante, el acceso y la misma galería comenzaron a derrumbarse sobre ellos, dejando como única opción la huida hacia el oscuro interior inexplorado.
Los tres hombres corrieron, huyendo de la lluvia de rocas, cegados por el polvo. Una parte del suelo se desprendió, haciéndoles caer otro nivel entre escombros y tierra.
Durante un instante todo se volvió negro. Daniel Falcon cayó y el mundo a su alrededor cayó con él. Logró rodar entre piedras y acurrucarse instintivamente, golpeándose los hombros y la espalda y lo último que sintió fue un fuerte golpe sobre la cabeza y un crujido que le hizo estremecer, convencido de que su cabeza se había abierto en dos.
Cuando volvió en sí el aire estaba caliente a su alrededor. Apenas podía abrir los ojos, llenos de polvo y sentía su rostro extremadamente cerca de una superficie de piedra, humedecida por su propia respiración y sudor.
No estaba muerto. Sentía un dolor lacerante en la coronilla y presión en brazos y piernas, por lo que entendió que tampoco se había roto la columna, a pesar de estar literalmente atrapado entre piedras. Trató de moverse, pero apenas tenía espacio para arrastrar las manos entre los cascotes.
Podía sentir el zurrón en su espalda, protegiendo su zona lumbar de algo puntiagudo que podría haber dañado seriamente sus huesos. Se dio cuenta al mover la cabeza de que el casco estaba partido en dos, pero su cabeza parecía entera. Suspiró aliviado. A pesar del terrible suceso, seguía vivo. Todas las protecciones habían surtido efecto.
Gritó pidiendo auxilio, tratando de averiguar si los otros dos hombres habían tenido la misma suerte. Durante unos instantes no obtuvo respuesta y el pánico hizo presa de él, pero después le llegó un alarido. Suficiente para hacerle recuperar el ánimo. La voz de Karim, uno de sus mejores excavadores, llegaba quejumbrosa desde muy cerca.
Se debatió con todas sus fuerzas tratando de salir del espacio en el que estaba encajado. La chaqueta de excavación le había protegido extraordinariamente bien. Aquel híbrido de chaqueta de moto y cazadora de cuero a lo Indiana Jones, regalada por su hermana seis años atrás, había demostrado su valía.
Logró sacar una mano por encima de su cabeza y con ella retirar algunas piedras pequeñas.
– ¡Aguanta, Karim! ¡Aguanta!
– ¿Profesor?
– Estoy aquí, Karim.
– Orhan ha muerto, Profesor.
Una mano embarrada agarró la suya y Daniel Falcon sonrió en su agujero. Entre los dos hombres lograron apartar suficientes piedras como para abrirle camino hacia el exterior. La cinta del zurrón les dificultó un instante, pero Daniel logró zafarse y, en última instancia, rescatar el zurrón antes de que el espacio que había dejado atrás colapsara.
Abrazó a su rescatador con verdadera alegría y el delgaducho individuo gimió dolorido, pero devolvió el abrazo. Quedaron los dos tirados sobre los cascotes, ensangrentados y exhaustos.
– ¿Qué ha pasado, Profesor? Oí disparos.
– Sí, yo también. No sé lo que ha podido pasar, la galería debía ser estable pero… ¿Orhan?
Karim señaló unas piernas ensangrentadas que salían de debajo de una enorme losa de piedra. Una de las linternas del casco se había destruido en el derrumbe, pero la otra aún funcionaba, astillado el cristal pero intactos los leds. La linterna de Karim tenía un estado parecido. Los titilantes haces de luz dibujaban una escena lúgubre contra la oscuridad de la galería.
Los dos hombres se arrastraron montículo abajo con cierta dificultad y lograron sentarse en un conveniente saliente de la pared que en su día debió hacer las veces de banco y Daniel celebró haber podido rescatar su zurrón, ya que en su interior quedaba una botella de agua.
– Es toda la que nos queda. Tendremos que racionarla.
– ¿Vendrán a buscarnos? Saben que estamos aquí. Deben venir a buscarnos…
La voz de Karim sonaba apagada, costosa. El Profesor frunció el ceño. Habían oído disparos. Quizá los militares a cargo de la seguridad del campamento habían tenido que repeler algún ataque de guerrilleros. Quizá no habían sido disparos, sino detonaciones accidentales de alguna carga. Quizá había sido un derrumbe previo que sus mentes, estresadas por la vecindad del conflicto armado, habían interpretado como disparos… en cualquier caso, no era probable que buscarles fuera una prioridad si arriba había problemas. Y solo la cuadrilla con la que estaba trabajando a aquellas horas sabía de la existencia del pasadizo.
– Claro. Es cuestión de tiempo. Vamos a ver si encontramos alguna otra salida…
Karim asintió, recostándose contra el muro. Daniel advirtió que la pierna del hombre había dejado un buen reguero de sangre desde el montón de piedras al banco y le enfocó con la linterna, desmontada del medio casco al que había estado anclada. El hombre estaba pálido, demasiado pálido para su tez morena y curtida.
– Karim… ¡Karim! Hay que tapar esa herida…
Levantó el pantalón ajironado, pese a las protestas del excavador y descubrió una herida de considerables dimensiones. Era increíble que el hombre hubiera podido ayudar en el desescombro y arrastrarse hasta el asiento con la pierna así. Karim intentó agacharse para observarse la pierna, pero se llevó las manos al vientre, dolorido. No podía doblarse.
Daniel levantó sus ropas y enfocó con la linterna el vientre amoratado del otro hombre. Si la hemorragia externa no le mataba lo haría la interna. Chasqueó la lengua y tranquilizó al operario.
– Voy a ponerte un torniquete, ¿de acuerdo? Esperaremos aquí a que llegue la ayuda. No tardarán.
– Hemos encontrado la ciudad, Profesor. Nos dejarán excavar otro año, ¿no cree?
– ¿Otro año? Con este hallazgo seguro que nos dan cinco años más de subvención. Tu familia va a tener un palacio, Karim… ya lo verás…
El hombre sonrió. Daniel se mordió el labio angustiado. Le estaba perdiendo. Karim iba a morir y no sabía cómo ayudarle. Hizo un torniquete con un jirón del pantalón del excavador, pero sentía que lo hacía apenas por ocupar el tiempo, porque no había forma de cohibir el resto de hemorragias. Se sorprendió gratamente al palpar su propio cuerpo y no encontrar más que contusiones y heridas menores. Incluso la sangre que manaba de su cabeza se debía tan solo a una herida superficial. El ligero mareo que sentía podía deberse al golpe, pero aún le permitía pensar y darse cuenta de la gravedad de su situación.
Quiso empapar los labios de Karim con el agua de la botella, pero el hombre levantó la mano con esfuerzo, deteniéndole.
– No malgaste el agua, Profesor. Voy a reunirme con el creador… le hablaré de la ciudad que hemos encontrado… le hablaré de Yanira… le hablaré…
Las palabras se fueron apagando en su garganta y Daniel, con un nudo en el pecho sujetó la mano de aquel hombre que le había salvado la vida, mientras su aliento se extinguía lentamente.
Cuando se supo solo, en la oscuridad de la galería, Daniel Falcon gritó de rabia. No podía, ni quería, calcular cuántos hombres habían perecido en aquellas galerías. Toda la cuadrilla de operarios que, ilusionados, habían acudido a abrir con él el pasadizo hasta la galería y a saber cuántos más si realmente había habido un ataque al campamento. Respiró hondo y tosió, llevándose una mano al pecho con preocupación. Solo eran los golpes. La chaqueta y el bolso de cuero lleno de papeles y provisiones habían parado las aristas de roca, permitiéndole sobrevivir con mejores condiciones que aquellos entregados obreros que, con prendas finas, casi desnudos, se dejaban la piel en el yacimiento día tras día.
Se agachó sobre el pecho inerte de Karim y lloró desconsolado. Había matado a toda esa gente. Había matado a Karim, y a Orhan, a Mehmet… uno por uno fue repasando los nombres y rostros de todas las personas que trabajaban en el yacimiento, bajo su dirección, con los riesgos de la excavación y los riesgos de la zona de pre-guerra en la que se encontraban los accesos a la ciudad subterránea. Debía haberse contentado con Göbekli Tepe, aquel habría sido un trabajo fascinante en el sudeste de Turquía… o haber aceptado la plaza de profesor en alguna de las tres universidades que se lo habían ofrecido… y ninguno de aquellos hombres habría muerto. Después se consoló pensando que nadie había obligado a aquellos hombres a trabajar en la excavación, que muchos de ellos, como Karim, se sentían orgullosos de formar parte de ella… pasó por diversos estados de arrepentimiento, furia, rabia, dolor y desesperanza hasta que finalmente levantó la mirada hacia el rostro pálido del operario y la expresión satisfecha de su rostro le hizo espabilar.
Había un atisbo de sonrisa en aquel rostro maltrecho. Dio un trago al agua, a esa agua que el hombre generosamente había rechazado, conocedor de su destino y se puso en pie, volviendo a tomar consciencia de los muchos golpes y magulladuras de su cuerpo.
No era probable que se molestaran en buscarlos a través del derrumbe. Estaba convencido. Así que solo le quedaba, como ya había indicado a su difunto acompañante, seguir explorando.
Recogió la linterna de Karim, buscó entre los escombros cualquier herramienta o artículo que pudiera serle de utilidad y extendió sobre el saliente, junto al cadáver, todos los artículos que pudo reunir: un pico pequeño, varios cepillos de bolsillo, las dos linternas, las pilas de la segunda linterna de su casco y el zurrón con su contenido intacto pero la cincha rasgada.
La chaqueta le estaba dando un calor de mil demonios, pero no tenía ninguna intención de quitársela. Ató los extremos del asa del zurrón y guardó en él las pilas y la segunda linterna. Se guardó los cepillos y, pico en mano, con la linterna de Karim sobresaliendo del bolsillo frontal de la chaqueta, echó a andar hacia la oscuridad inexplorada. A su espalda, el montículo de piedras y los cadáveres de los operarios quedaron en un silencio sepulcral tras su partida.
2. LOS AUREIN
Maureain se desperezó, molesta por la interrupción de su siesta, cuando una de las piedras del altar sobre el que dormía empezó a vibrar. Bostezó revisando el entramado de avisadores y se rascó los ojos tratando de centrar la atención.
La piedra había vibrado y ahora emitía un ligero resplandor rojizo a través del bajorrelieve con forma de trisquel y de las tres líneas diagonales que quedaban bajo el sello.
Bourron saltó a su lado, ojeando con curiosidad las piedras.
– ¿Eso no es Tyr?
– Sí. No debería.
– ¿Qué lo ha activado?
– Ni idea.
Maureain se estiró, felina, dejando que las afiladas uñas sobresalieran de sus almohadilladas yemas y se relamió, planteándose la conveniencia de un buen baño antes de arrancar. Bourron arqueó una ceja, incrédulo.
– ¿Y no vamos a ir a verlo?
– ¿Qué prisa hay? Están en guerra por esa zona. Habrán reventado una mina o puesto una bomba cerca de los sensores… nadie sabe lo que hay ahí, no van a bajar a buscarlo.
– Voy a poner la tele.
El enorme gato se incorporó, transformando su cuerpo felino en el de un hombre a medida que se estiraba. Cruzó la habitación y cogió un mando, con el que accionó el televisor de cincuenta pulgadas que ocupaba una de las paredes de la octogonal estancia.
Hizo un repaso rápido por un sinfín de canales internacionales hasta que dio con uno concreto que emitía noticias en turco.
– Ahá.
– ¿Ahá?
El noticiario hablaba del asalto a una excavación arqueológica dirigida por un renombrado profesor europeo que había hecho saltar las alarmas internacionales sobre el conflicto armado en la zona. Algunos canales de Europa del este se hacían eco del tema, al tratarse de un proyecto financiado por Austria y encabezado por un arqueólogo suizo-checo.
Maureain suspiró.
– Ya lo has visto. Han volado el yacimiento. Por eso han saltado las alarmas…
– Hay que comprobarlo… y lo sabes.
La mujer-felina terminó de estirarse y se incorporó, tomando también forma humana. Se puso encima un batín ligero y se frotó contra su compañero, remolona.
– Está bien. Revisamos las salas importantes y volvemos. Ya has visto que están todos muy alarmados con el rollo ese de la bruja de Finlandia y sus estragos. Nadie va a estar pendiente de esto…
– Precisamente. Nadie va a estar pendiente de proteger el legado si no lo hacemos nosotros.
Maureain se burló imitando la forma de hablar tan medida y responsable de su siamés, pero se vistió, dispuesta a acompañarle.
Descendieron un nivel de la impenetrable fortaleza, camuflada entre las rocas de la cima de una de las muchas montañas de la cordillera limítrofe entre Rusia y Georgia, y eligieron una de las ocho arcadas que componían su designación como vigías de la Cámara.
Activaron la secuencia de runas y el portal se encendió, dibujando una estela de luz que dio paso a una imagen de oscuridad al otro lado.
– ¿Contento? No hay nadie ahí.
– Algo ha activado el sensor, Maur…
– Está bien…
Atravesaron los dos el portal, encendiendo a su paso los cristales de hadas dejados por la Cámara para la iluminación de aquellas estancias desatendidas.
Bajaron las escaleras empujándose y brincando, y abrieron entre bromas la puerta negra que daba al salón principal del recinto. Vacío. Los asientos de exquisita ebanistería, dedicados a cada uno de los dirigentes que habían formado en su momento el Cónclave de la Cámara, yacían silenciosos y cubiertos de polvo.
– Deberíamos limpiar alguna vez.
– Deberíamos.
– La próxima vez limpiamos ¿de acuerdo?
– Lo que tú digas.
Maureain tomó forma felina para brincar sobre las barandillas que separaban los niveles de la sala circular y después volvió a hacerse humana para abrir una de las puertas.
– El sensor que ha saltado está en una de esas alas. Habrá que recolocarlo y calibrarlo.
Bourron sonrió. Su siamesa al fin estaba activándose para el servicio. Le costaba arrancar, pero una vez se despertaba del todo era un ejemplar extraordinario entre los suyos.
Recorrieron una tras otra las salas, una y mil veces revisadas a lo largo de su guardia. Maureain insistía en que no tenían nada de lo que preocuparse, pero Bourron quería estar seguro de que nadie había descubierto las valiosas reliquias de la Cámara. Rieron, disfrutando del inesperado paseo por las hermosas estancias de aquel palacio abandonado, hasta que dieron con la galería derrumbada.
– Mira. Tus intrusos…
Revisaron el derrumbe y los cuerpos con alivio hasta que, simultáneamente, se miraron entre ellos con expresiones serias. Había alguien más en esas galerías y las huellas conducían hacia las estancias inferiores: a los archivos.
Bourron gruñó, transformándose de inmediato en un enorme felino. Maureain chasqueó la lengua con fastidio e imitó a su siamés, iniciando el rastreo con avidez. No tardaron en dar con su tambaleante presa, a las puertas de uno de los archivos secundarios.
3. EL ARCHIVO
Caminó abriéndose paso en la densa oscuridad de la galería con la intrépida luz de la linterna de Karim enfocando los detalles del asombroso corredor. El espacio diáfano, elegantemente decorado en paredes, suelo y cúpula, resultaba casi abrumador.
No dejaba de pensar que apenas un par de horas antes había estado preocupado por la financiación del proyecto, por el racionamiento de recursos y el pago de alquileres y sueldos… y ahora se hallaba perdido en el subsuelo menos accesible que pudiera imaginar, probablemente dado por muerto y mucho más probablemente destinado a morir allí abajo.
Apenas tenía agua y un par de raciones de campaña para sobrevivir el tiempo que tardara en encontrar algún pozo o fuente salubre. Sus hombres habían muerto y la excavación probablemente había sido dinamitada sobre su cabeza. No importaba ya la ausencia de cápsulas de café, ni las opciones de trabajo en la universidad o en el instituto arqueológico… todo aquello parecía de otro mundo.
Sonrió pesadamente al recordar su sueño. Ya no tendría ocasión de encontrar a la mujer. Ni a ninguna, salvo momificada en alguna de las estancias de enormes puertas de madera en inexplicable buen estado, que había ido dejando atrás.
Había perdido la pieza de metal que había encontrado Karim, pero por las otras puertas que había visto, no había errado en su sospecha de que se trataba de un embellecedor.
No era capaz de ubicar el arte de aquellas paredes. No era sirio, ni sumerio, ni acadio. Era imposible que fuera celta, a pesar de las intrincadas figuras geométricas y florales que recordaban vagamente la decoración de los calderos y armas de centro Europa. Los colores y figuras evocaban el arte babilónico, pero no reconocía las escenas que representaban. Había imágenes de seres antropomorfos, algunos con alas, otros con aspecto de animales feroces. Creyó distinguir dragones o serpientes aladas y una repetición de un símbolo o pictograma que se asemejaba a una puerta.
Aquel descubrimiento le mantenía extasiado y suficientemente enfocado como para no rendirse a la desesperación de saberse condenado a morir. Al menos moriría habiendo contemplado lo que, sin lugar a duda, era la ciudad perdida de Tyr en cuyo corazón se encontraban los salones de lo que en su familia conocían como “la Cámara”, una institución de origen sobrehumano encargada de velar por el equilibrio entre el mundo de lo sobrenatural y el mundo de los hombres, como si de naciones hegemónicas se tratara.
Las referencias a la Cámara jamás habían salido de su familia, por temor a ser tachados de sensacionalistas, fanáticos religiosos o crédulos de cuentos de fantasmas, pero desde su bisabuelo había existido aquella constancia, pasada de padres a hijos como un secreto a descifrar. No obstante, la importancia histórica de Tyr como uno de los primeros asentamientos de las sociedades agrícolas de oriente medio, había tenido suficiente peso arqueológico para interesar por sí misma a los inversores y al mundo académico.
Se imaginaba a magistrados humanos y a emisarios con cabezas de chacal, como los dioses egipcios, paseando por aquellas galerías discutiendo sobre la conveniencia de invadir el país vecino con ejércitos de hombres o de bestias. Sonrió. Era ridículo, aunque interesante, plantear esas opciones. Una de las premisas de la historia y la arqueología siempre eran considerar las figuras sobrehumanas como productos de la imaginación de los antiguos pobladores de la tierra, pero, ¿y si en aquellos tiempos realmente existían y caminaban sobre la tierra las criaturas que reflejaban los templos egipcios, los sumerios y los micénicos? La historia antigua estaba plagada de representaciones de lo que en la actualidad consideraban mitos y leyendas, pero en su familia existía la arraigada creencia, supuestamente demostrable, de que todos aquellos mitos y personajes del folklore eran reales y habían vivido junto a los hombres miles de años atrás.
Llevaba cerca de una hora arrastrando los pies por el laberinto de pasillos y puertas cuando dio con una puerta diferente a las demás. Su mente, habituada al mapeo de templos y edificaciones monumentales protohistóricas había dibujado el mapa de aquel recinto como una suerte de lugar de culto, por lo que imaginaba que tras aquella puerta se encontraría el santuario principal.
Con la excitación de un nuevo descubrimiento, recorrió la puerta, acercándose y alejándose para visualizarla desde distintas perspectivas. Sacó el cuaderno del interior del zurrón y a la luz de la linterna estuvo copiando las imágenes. Afortunadamente tenía buena mano para los bocetos y los detalles. Habría dado cualquier cosa por una cámara en condiciones o al menos un teléfono con cámara que no se hubiera destruido en la caída, pero al menos tenía sus dibujos.
Algunos de los glifos y pictogramas que sellaban la puerta se parecían a los símbolos reflejados en el cuaderno de su bisabuelo, extraídos de una sociedad secreta llamada, según las notas, Sildhala. Después de tantos años, aquellas notas, guardadas casi como una reliquia familiar entre los estudios pormenorizados del posible emplazamiento de la ciudad de Tyr, parecían contener más claves que todos los estudios arqueológicos posteriores realizados por todos sus descendientes.
Daniel sonrió extasiado, aquello era lo más fascinante que había descubierto en todos sus años de investigación y, no obstante, las lágrimas que rodaron por sus mejillas no fueron de regocijo sino de rabia, porque aquel magnífico descubrimiento quedaría oculto para siempre, junto a su cadáver, tarde o temprano.
Después de un largo rato dibujando y archivando detalles de aquella puerta, se rascó la cabeza y sin querer abrió la herida entre el pelo, cerrada por el polvo, soltando una maldición. Dejó caer el cuaderno y se llevó ambas manos a la cara. Aquello era inútil. No sabía ni calcular el tiempo que llevaba ya allí abajo, pero nada de aquello tenía sentido.
Los aurein le acechaban desde la oscuridad, estudiando cada movimiento con curiosidad. Maureain se había tumbado en el suelo y le observaba con la cabeza ladeada. El arqueólogo recorría la puerta, fascinado, tratando de registrar cada detalle, casi con ansia, y al rato se dejaba caer arrastrando la espalda por la pared, sollozando desconsolado. Se reponía, enfrentándose de nuevo a los misterios de la puerta, muy agitado y lo abandonaba resoplando, caminando por la galería como dispuesto a dejar atrás aquel lugar, pero volvía de inmediato.
Había intentado empujar la puerta y, al reparar en la existencia de una cerradura, había buscado en los alrededores, convencido poco después de lo inútil de su búsqueda. Después había probado diversas opciones, descartándolas todas y había vuelto a centrarse en los grabados de las puertas y el marco.
Bourron miraba a su siamesa en silencio, divertido al advertir la fascinación que le producía el polvoriento individuo, cubierto de sangre. No hacían falta palabras. Tampoco tenían prisa, una vez localizada la amenaza, así que podían dedicarse a contemplarle, como a un ratoncillo atareado, que se devanaba los sesos por intentar entrar en el archivo.
El aurein se preguntaba si dejarían que entrara, llegado el momento, o le detendrían antes de que profanara aquella sala con su presencia. Al fin y al cabo, no era más que un humano más, y aquella sala estaba terminantemente prohibida a su especie.
4. EL MÉDICO
– ¡Te recuerdo que ya no eres mi jefe, ni mi marido y que fuiste tú quien pidió venir a este campamento, sabiendo que estaba yo mando! ¡Si vas a discutir cada decisión que tome, al menos asegúrate de utilizar un criterio médico!
– El criterio de exclusión está fundamentado…
– Pero no con los recursos de que disponemos, Yurik. ¿Qué hacemos ahora con toda esa gente? ¿Quién les va a atender? No tenemos recursos, no tenemos personal…
– Algo se nos ocurrirá…
– ¡Ya se nos había ocurrido! ¿No te das cuenta? ¡Estás saboteando el campamento solo para llevarte el protagonismo de la misión y toda esa gente no tiene la culpa de tus problemas de Ego masculino!
– ¿De Ego? Otra vez vuelves con lo mismo…»mi ego o yo sobramos en esta relación»…
– No tengo por qué seguir aguantándote. Me vine al culo del mundo para no tener que discutir contigo nunca más…
– Pues márchate.
– ¡Es mi misión!
– Renuncia.
– ¿Qué?
– Renuncia si no eres capaz de capear el temporal. Ya veré yo como lo soluciono…
– ¿Sabes qué? Qué tienes razón.
El hombre cerró la boca. Sorprendido.
– Todo tuyo. Me vuelvo a Tromso. ¡Quédate la puta misión y resuelve tu mierda como puedas!
La mujer abandonó la tienda. Dejando a su estupefacto interlocutor con la palabra en la boca. El campamento estaba atestado de refugiados y militares. Caminó a toda prisa esquivando gente y se dirigió a los baños del almacén a refrescarse.
Seis mil kilómetros de distancia no habían sido suficientes para librarse de aquel cretino. Se dio cuenta de que había renunciado y no podía retractarse, pero en su furia le importó muy poco. No era un farol. No estaba dispuesta a recular y seguir compartiendo destino ni un día más con él. Avisaría al equipo médico y a la organización de la ONG y se despediría esa misma noche.
Se lavó la cara y maldijo una vez más mientras terminaba de asearse y la destartalada puerta se abría tras ella.
– ¡Déjame en paz, Yurik! Me importa una mierda que…
Lo último que vio al volverse fue una tela negra ceñirse sobre su cabeza.
Recibió un golpe en el estómago y dos pares de manos la levantaron en vilo, sacándola a la fuerza del barracón.
Gritó y trató de soltarse de sus captores, pero resultó vano. Sintió como la arrojaban al interior de un transporte, contra los cuerpos de otras personas y después el vehículo arrancaba. La habían atado fuerte antes de subirla a la camioneta, así que no pudo poner las manos y se golpeó la cabeza contra un saliente, quedando inconsciente.
La despertó un barullo de voces y las patadas de sus compañeros de secuestro justo antes del vuelco. Cayó en la oscuridad, envuelta en cuerdas y golpeándose de nuevo y sintió el suelo de tierra bajo su rostro. Intentó ponerse en pie, desesperada y alguien la pisó, tratando también de huir. Escuchó disparos y se agazapó contra el suelo, rezando por no ser el objetivo de los proyectiles.
Podía sentir las carreras a su alrededor. No tenía ni idea de dónde estaba, quiénes eran sus secuestradores o a qué otros médicos habían capturado también. No sabía calcular el tiempo que habían estado en marcha antes del vuelco. Apenas podía fijar su mente en nada.
Existía un protocolo de secuestros que les habían hecho repasar una y otra vez durante el primer mes de la misión. Después se había concentrado en el trabajo. Demasiados pacientes para pensar en secuestros. No era capaz de recordar las indicaciones. Solo sentía terror, pisotones y estruendo por todas partes.
Uno de aquellos estruendos resultó ser una bomba. Quizá una mina antipersona o algún proyectil… Pero el suelo tembló bajo sus pies y se abrió un socavón que empezó a tragar tierra y corredores por igual. Atada y sin posibilidad de maniobra, la jefe médico Edith Cassidy fue absorbida por la tierra, arrastrada al interior de una inmensa caverna que colapsó a su alrededor.
Despertó confundida. No entendía dónde estaba, por qué no podía moverse y por qué no podía ver nada. Le dolía la cara, le dolían los hombros, la espalda, las caderas y rodillas y tenía insensibles los brazos.
Se autochequeó rápidamente, tratando de controlar la respiración, que se había acelerado al recordar y entender su situación. Estaba viva. Y estúpidamente a salvo de sus secuestradores…o eso deseaba.
Sacudió la cabeza y la capucha negra terminó de escurrir, rasgada, hasta su cuello. La cara le sangraba y escocía tremendamente, pero poder mover el cuello la hizo muy feliz.
Tenía los brazos dormidos, atrapados a su espalda. Confiaba en no tener roturas que no sintiera por la inmovilización y poco a poco, trató de moverse.
Las cuerdas se habían aflojado, pero en la caída había quedado con ambos brazos pegados al cuerpo, a su espalda y eso hacía que los hombros le dolieran terriblemente y los brazos al ir despertando también. Buena señal. Si dolían, podía sentirlos. También le satisfizo poder mover las piernas, aunque el espacio para ello era exiguo y la tierra pesaba a su alrededor.
Tras darse un tiempo prudencial para activar los brazos y animarse a intentar incorporarse, empezó a reptar para salir del sepulcro de piedra y arena. No se atrevía a hacer ruido, por si aún estuvieran sus secuestradores cerca. A pesar de tener los ojos libres de la capucha, no podía ver nada. Confiaba en que sus ojos estuvieran intactos y solo estuviera oscuro su alrededor, pero no podía distinguirlo.
Angustiada, luchó por liberarse del todo y trepar por lo que parecía un derrumbe de piedras y cuerpos inertes. Las sensaciones táctiles no ayudaban, pero no tardó en darse cuenta de que no había nadie más vivo allí. En el silencio profundo y asfixiante de lo que parecía una caverna diáfana, solo escuchaba el eco de sus propios movimientos y respiración.
Tan pronto como se convenció de que estaba sola, se permitió llorar desconsolada. Había contemplado muchas veces morir en aquel país dejado de la mano de Dios, pero jamás había imaginado que moriría en la oscuridad, enterrada viva en una caverna.
5. REUNIÓN
Los dos aurein escucharon la detonación antes de que se produjera el derrumbe. Dejaron al arqueólogo delante de la infranqueable puerta y corrieron por las galerías en busca del nuevo colapso.
Un derrumbe ya había sido un evento molesto, pero el segundo resultaba mucho más preocupante.
– ¿Qué demonios está pasando ahí arriba?
Bourron brincaba de un lado a otro, cruzándose como siempre, y al llegar junto al nuevo derrumbe saltó por encima de los escombros, situándose en el punto más alejado del cono de tierra y piedras.
Había muchos cuerpos repartidos por el montículo pero, como en el caso anterior, las protecciones rúnicas del conjunto habían vuelto a cerrar el agujero, sellando por completo el espacio. Si alguien se molestaba en buscar los cadáveres tendrían que volver a dinamitar y darían tiempo a los guardianes a ocultar las galerías. Aquello había sido un tanto inesperado y activar el plan de contingencia para repentinos descubrimientos no era una perspectiva halagüeña, por lo que ambos coincidieron en la molestia de aquellos eventos.
El siamés chistó para llamar la atención de Maureain, que recorrió sigilosa los metros que les separaban y arqueó las cejas, sorprendida.
– Otro superviviente.
Contra todo pronóstico, en aquel derrumbe también había habido un superviviente. En este caso peor parado que el emocionado humano de la otra galería. Esta era una fémina difícilmente reconocible entre el barro y la sangre que la impregnaban. Carecía de luz y estaba claramente más asustada que el otro.
Bourron la husmeó en la oscuridad, advirtiendo divertido el terror que su presencia despertaba en la mujer.
– ¿Quién hay ahí?
Repitió la misma pregunta en diferentes idiomas, lo cual sorprendió a los aurein, aunque no por ello dejaron de acecharla.
Maureain esperó a que se dejara caer junto a una pared, tratando en vano de adaptar la vista a la profunda oscuridad que les envolvía y se sentó frente a ella, estudiándola.
No detectaba ninguna magia, ningún rasgo sobrehumano en ella y sin embargo había sobrevivido a la caída. Aquel hecho la intrigaba profundamente.
Bourron se reunió con ella, moviéndose sigiloso y aún así la mujer pareció percibirlo, porque se encogió temerosa en actitud defensiva.
– ¿A qué estamos esperando Mau?
– No podemos matarlos…
– ¿Por qué no?
– Porque han sobrevivido.
– Claro, si no, no habría que matarlos. Ya estarían muertos.
– No lo entiendes. Han sobrevivido. No podemos matarlos.
– No, no lo entiendo.
– ¿No te parece muy extraño?
– Inusual, pero podemos remediarlo.
– No. Los derrumbes no los han matado. Las protecciones no los han matado… así que no podemos matarles.
– ¿Insinúas que son inmortales?
– No. Afirmo que nosotros no vamos a ser quienes los maten. Por algún motivo deben vivir.
– No estás hablando en serio.
– Totalmente.
La Doctora Cassidy respiró hondo, exhausta de tanto terror acumulado y se incorporó despacio, palpando el espacio disponible para ello. No había un ápice de luz con el que acostumbrar a sus retinas y cerró los ojos, dispuesta a guiarse por el resto de sentidos.
Sabía que había algo vivo allí abajo, cerca de ella. Lo había sentido moverse y estaba casi segura de que había más de un ser vivo acechándola en la oscuridad, pero no llevaba encima ningún objeto útil como arma, solo el pijama de trabajo y una chaqueta ajironada. Ni siquiera las cuerdas que la habían atado o la capucha que se había arrancado del cuello, perdiéndola en la oscuridad.
Debía encontrar una salida. Respiró hondo y trató de centrar la atención fuera de su cuerpo y el ritmo frenético de su corazón, tratando de controlar la taquicardia.
Cuando logró escuchar más allá de su cuerpo y su entorno inmediato, le pareció escuchar golpes, golpes aparentemente intencionados en algún lugar del corredor. Dedicó un único instante a dudar si encaminarse a los golpes o no y en seguida comenzó a palpar suelo y pared en dirección al sonido.
Los aurein la escoltaban en la oscuridad, Maureain curiosa y Bourron aún desconcertado por la negativa de su compañera a matar a los intrusos, ambos sigilosos como sombras.
La Doctora Cassidy escuchó una voz humana, inidentificable el idioma, que parecía despotricar en voz baja, pero el eco de la galería le devolvía el sonido como si estuviera junto a ella. Siguió aquella voz hasta vislumbrar una luz amarillenta al doblar un recodo.
Cualquier peligro que pudiera imaginar era preferible a morir a oscuras en una caverna. Se adentró en el pasillo en el que se encontraba el hombre con la luz y levantó las manos, saludando primero en turco y luego en inglés.
Daniel Falcon se volvió sobresaltado hacia la voz que había escuchado, enfocando con la linterna a la vez que daba un paso atrás, plegándose contra la puerta. Era una voz de mujer, pero no encontraba sentido a que hubiera una mujer en aquellos túneles. Ni siquiera a que hubiera alguien vivo, más allá del derrumbe… salvo que los túneles tuvieran salida en algún otro lugar y por eso estuvieran tan bien conservados y limpios los espacios.
Pero su teoría se vio refutada en cuanto alumbró al ser marrón rojizo que avanzaba hacia él.
– ¡Quieto ahí!¡No te muevas!
Lo dijo en turco y en inglés, en respuesta al saludo que había proferido aquel amasijo de tierra y pelo revuelto. Enfocándola bien sí que parecía una mujer, una mujer de aspecto andrajoso y cubierta de sangre, digna de una película de terror.
– ¡No dispare! Mi nombre es Edith Cassidy, soy médico.
– ¿Médico? ¿Qué diablos hace aquí? ¿Qué…de dónde ha salido?
Mientras interrogaba a la mujer, se dio cuenta de que ella había empezado la conversación pidiéndole que no disparara, pero no le dio más vueltas, lo importante era saber de dónde había venido, por si pudiera encontrar una salida.
– Hubo una bomba. Creo que me ha tragado la tierra… ¿quién es usted?
– ¿Una bomba? ¿De dónde viene, doctora?
– Del campamento de refugiados… ¿puedo saber quién demonios es usted?
El profesor Falcon bajó la linterna disculpándose y se enfocó a sí mismo un instante. Se preguntaba si tendría el mismo aspecto desastrado que la mujer.
– Mi nombre es Daniel Falcon, dirigía la excavación de las ruinas de Tyr…
– Sé quién es usted.
Daniel Falcon se quedó mudo un instante, sin saber qué responder. La mujer continuó.
– ¿Qué está haciendo aquí? ¿Podemos salir a la superficie? Tengo que llamar a mi organización, estarán preocupados y…
– No hay salida.
– ¿Qué?
– Será mejor que se siente… ¿esa sangre es suya?
La doctora Cassidy se tocó la cara. El barrillo se estaba secando y sacudió la mano, restándole importancia.
– Ha dicho que no hay salida, ¿qué está haciendo aquí entonces?
– Buscar una salida.
– ¿Cómo dice?
– Mi excavación fue atacada, supongo que por la milicia local. Yo estaba explorando unos túneles con algunos de mis mejores hombres y hubo un tiroteo y después un derrumbamiento que selló completamente el acceso a estas galerías.
– ¿Y sus hombres?
– Muertos… lo que me recuerda…
El doctor Falcon rebuscó en su bolsa y extrajo la otra linterna.
– …tome, se sentirá mejor si al menos ve por dónde anda.
Se arrepintió momentáneamente de ceder una de sus dos fuentes de luz a una perfecta desconocida, pero ahí estaban los dos, atrapados en el inframundo, y poco importaba cuándo llegara la oscuridad, porque sin duda acabaría llegando.
– Gracias.
– ¿Cuál es su historia? ¿Cómo ha acabado aquí? El campamento de refugiados está al otro lado de las colinas, ha recorrido un largo trecho ¿todo bajo tierra?
– Lo cierto es que no sé cuánto he recorrido bajo tierra y cuánto sobre ella… me secuestraron.
– ¿Cómo dice?
– Me secuestraron de mi campamento. Me pusieron una bolsa en la cabeza y me metieron en un camión… creo que el camión fue interceptado por una mina o algo que produjo un socavón.
– ¿El camión está aquí abajo?
– No… ya me habían sacado del camión…
La doctora estaba confusa. Daniel Falcon sonrió condescendiente, preguntándose cuánto de aquello era verdad. Decía ser médico, pero podía ser cualquier cosa. Aunque su acento era más europeo que de la zona.
– ¿De dónde es usted, doctora? No parece de por aquí…
La mujer sonrió de medio lado y de inmediato puso una mueca de dolor, al abrir el corte en el lado derecho de su rostro.
– Mi familia es irlandesa, pero yo he vivido toda mi vida en Noruega.
– ¿Qué hace una doctora noruega en este rincón del desierto, si puedo preguntar?
– Reforzar el equipo médico de las naciones unidas y huir de un mal matrimonio, ya de paso.
– Vaya. Sí que tenía que ser malo para preferir un campamento de refugiados en pleno conflicto armado.
La mujer volvió a sonreír y volvió a chasquear la lengua, molesta.
– Por favor, no me haga reír.
– Déjeme ver eso… ¿tiene algún botiquín? ¿alguna tirita en el bolsillo?
– La mayor parte de los pacientes que tratamos son infecciosos. A diario llevo puesta la bata y de quita y pon, para evitar esparcir el patógeno. No suelo llevar nada en los bolsillos que no aguante una descontaminación en un momento dado.
– Entonces casi mejor no tocar.
– Se lo agradezco igualmente… y dígame, ¿tiene usted algún plano del yacimiento? Supongo que estamos en su famoso yacimiento subterráneo, ¿no es así?
– Estamos sin duda en Tyr, pero no se parece a nada de lo que esperaba encontrar aquí abajo… sin el instrumental adecuado sería infructuoso datar las pinturas y grabados, pero es imposible que sean de la época en la que se fecha la ciudad perdida…
– No se deje emocionar por este lugar, profesor, nos va a matar igual, lo admire o no.
– ¡Cuánto pesimismo! Si hemos de morir, que sea disfrutando ¿no cree?
La mujer arqueó una ceja, volviendo a chasquear la lengua dolorida.
– No puedo ofrecerle ningún entretenimiento médico, pero puedo contarle mis conclusiones preliminares sobre el espacio en el que nos hallamos y quizá su enfoque arroje alguna pista sobre cómo encontrar una salida lógica…
Edith contemplaba con extrañeza a aquel hombre, convencida de que había perdido la cabeza. Había confesado que le habían tiroteado, que sus hombres habían muerto y que no creía que hubiera salida de aquel infierno de oscuridad subterránea y no obstante le brillaban los ojos mientras enfocaba las pinturas de las paredes y soltaba datos y comentarios ilusionados sobre las posibilidades de aquel descubrimiento. No le pareció uno de esos hombres que persiguen imposibles por puro ego, sino más bien un espíritu infantil, ilusionado por la mera existencia de todo aquello. Le caía bien aquel hombre que, en medio de una explicación sobre la enigmática configuración de las bóvedas y los suelos de aquel pasillo, rompió a toser, creando una nube de polvo con cada espasmo y llevándose una mano al pecho.
– Eso no suena muy bien…
– No se puede engañar a un médico, ¿verdad?
– ¿Asma?
– No que yo sepa, será alergia al polvo de este lugar…
– ¿Le duele el pecho?
– ¿Va a hacerme un chequeo? Me duele hasta el alma. Me ha caído media montaña encima, doctora, igual que a usted.
– Sí, supongo que cada uno tendrá lo suyo…
Edith miró hacia la oscuridad de repente, apuntando con la linterna la galería por la que había venido. Su acompañante tardó un instante en interpretar que había sido un giro asustado y no mera curiosidad por los relieves y le tocó el brazo, tranquilizador.
– ¿Se encuentra bien?
– ¿No ha oído eso?
– No he oído nada. Pero no hay huellas de animales vivos aquí debajo, creo que estamos solos, usted y yo.
– No, no estamos solos. Había algo vivo en la oscuridad cuando he salido de los escombros.
– ¿Algo vivo?
– Sí, lo he sentido, yo…
– Vayamos a ver. Ahora tiene una linterna, echemos un vistazo.
Daniel Falcon echó a andar con toda naturalidad, tirando de ella. Edith tardó unos pasos en entender que el arqueólogo buscaba una excusa para seguir explorando, ajeno, en su locura, a las peligrosas circunstancias en que se hallaban. Su simpatía mermó mientras caminaba tras él, enfocando a un lado y a otro con recelo. Al menos ahora tenía una linterna.
El arqueólogo se movía con decisión por los túneles, dejándose guiar por las torpes indicaciones de la doctora que trataba de recordar, sin mucho entusiasmo, el camino recorrido. Encontraron el derrumbe y enfocaron desesperanzados la parte superior de la montaña de escombros. Parecía como si la tierra hubiera cicatrizado sobre las rocas y cuerpos destrozados.
Daniel Falcon trepó por los escombros, haciendo caso omiso a los brazos y piernas que asomaban entre las rocas y bloques de tierra y al llegar arriba palpó la pared extrañado.
– Curioso.
– ¿Qué es curioso?
– La bóveda está intacta. Podría decirse que nunca se ha abierto, pero está claro que todo esto ha venido de algún sitio, igual que usted.
Por toda respuesta Edith alumbró el agujero del que había salido. Sintió un escalofrío al identificar la capucha y las cuerdas, pero no dijo nada. El arqueólogo examinó todo, oteándola después con rostro serio.
– Debe haber pasado un infierno, doctora. Lamento que nos hayamos conocido en estas aciagas circunstancias.
Le llamó la atención su forma de expresarse. No lamentaba que hubiera pasado un infierno, sino haberse conocido en aquellas circunstancias. Antes de replicar con una respuesta airada sopesó si aquello era algún tipo de forma torpe de tirarle los trastos y después se reprendió a sí misma por su estúpida forma de juzgar, dadas las circunstancias. El hombre tenía razón. No era un buen contexto para conocer a nadie.
Estuvieron callados largo rato, mientras exploraban el montón de escombros y la galería. Después, el arqueólogo echó a andar por un estrecho pasadizo y soltó una exclamación que hizo que la doctora acudiera corriendo a su lado.
Estaban en una sala abierta de descomunales dimensiones, rodeada de gradas talladas en piedra. Entre los sectores, perfectamente definidos y ordenados, había esculturas antropomorfas de extraordinaria factura. Parecía una sala pensada para un tribunal y ambos dos habían llegado a su base, como a la arena de un circo romano, y contemplaban maravillados el alrededor, incapaces de explicar su origen, uso y misterioso buen estado. Parecía que la hubieran estado usando hasta el día anterior. Todo estaba pulcramente despejado y limpio. Ni telarañas, ni restos animales, ni polvo de largas eras.
Dirigieron sus linternas a todo el alrededor, pasando por encima de los dos aurein sin percibir diferencias entre sus pelajes grises y las piedras talladas del entorno.
– ¿Qué lugar es este?
El arqueólogo no respondió de inmediato. Rebuscó en el zurrón mientras continuaba recorriendo la sala con la ilusión de un niño en una feria y extrajo un pequeño cuaderno de cuero con las tapas machacadas y lleno de papeles y cintas y tras un instante de observación devota del entorno, se volcó en la búsqueda de referencias en su pequeño diario.
Edith, por su parte, investigó el alrededor, intentando entender lo que veía.
– Es una cámara de audiencias.
– Sí, eso parece.
– De hecho, es la sala de audiencias de La Cámara. Este lugar ha visto cosas que no creería, doctora.
– A estas alturas puedo creer cualquier cosa… ¿ha visto eso?
La mujer enfocó con su linterna a un punto en lo alto en el que un instante antes juraría haber visto una estatua. Dirigió el haz de luz desesperada por todo el alrededor, buscando aquello que antes estaba y ya no, sin saber con certeza qué buscaba.
Por su parte, los dos aurein tras escuchar la referencia del arqueólogo sobre la Cámara, habían decidido agazaparse a conversar.
– No están aquí por casualidad.
– No, ya lo he oído… ¿nos los cargamos ya?
– No.
– ¿No?
– No.
– ¿Por qué no? Son humanos. Están aquí…
– ¡Pero han sobrevivido!
– ¿Y qué?
– ¿Qué prisa tienes? No tienen a dónde escapar. Acabarán muriendo tarde o temprano. No hay comida y no creo que encuentren la fuente, ni que sean capaces de sacar nada de agua de ella…
– Si van a morir igual, ¿por qué no ahorrarles la agonía?
– Quiero ver qué hacen…
Bourron se encogió de hombros, rendido ante la testarudez de su compañera. Varios niveles más abajo los dos extranjeros discutían sobre las posibilidades de la doctora de haber alucinado por el estrés, el miedo y el golpe en la cabeza.
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