La casa de las montañas

 

Era menuda, delicada y risueña, y el hombre la adoraba. Llevaban juntos quince años, desde que el extranjero les ayudara a librarse de una tribu invasora y a aislar la aldea de forma que nadie volviera a encontrar los pasos sin su permiso.

Ella había sido un presente por su lucha y él la había tomado por esposa sin dudar un instante. El amor había surgido de inmediato.

Qué años tan deliciosos junto a Azami. Sin pensar en la isla, sin preocuparse del pasado ni del futuro.

Sólo lamentaba no poder darle hijos.

 

Hoja de Hielo, llamado entonces por el pueblo de las montañas Daten-shi (Caído del Cielo), amaba profundamente a su esposa. Pero no era el único. Su fantasma, Hakkon el Condenado, también la amaba y tras quince años de espera, con visitas fugaces cuando su condición lo permitía, decidió dejar de solo observar y hacer algo al respecto.

Hakkon y Hoja de Hielo estaban unidos por una maldición que obligaba al nórdico a acompañar a su asesino hasta su muerte. Sólo que Hoja de Hielo no solía permanecer muerto.
Su propia maldición le hacía volver una y otra vez, no importaba la forma en que le arrebataran del mundo de los vivos.

Y así llevaban más de dos mil años, después de que cada uno matara al otro en su primera vida.

El nórdico solía ser fiero y brabucón, pero la gracia de Flor de Cardo (Azami) lo había ablandado y, en su presencia, a pesar de no poder ser escuchado por ella, dejaba a un lado sus burlas y expresiones soeces y a menudo se quedaba embelesado mirándola.

Daten-shi era consciente de los inusuales sentimientos de su parca y temía su intromisión en aquel periodo tan extraordinariamente apacible y feliz.

 

Quince años con Azami habían pasado como un suspiro, a pesar de cada día estar lleno de la alegría y ocurrencias ilusionadas de la risueña japonesa.

En esos quince años, como en todos los años previos a aquel periodo, cada trece lunas Hakkon disfrutaba de unas horas de habitar su propio cuerpo, materializado por arte de magia. Al principio había sido como era él: rudo, maleducado y salvaje. Pero con el paso de los años sus visitas se habían vuelto más civilizadas y Azami siempre le trataba con respeto y cariño, sabiéndole el amigo más antiguo de su marido.

 

Daten-shi era un gaijin, probablemente el único en la isla en aquel tiempo, hasta que su amigo Hakkon pasaba por allí una vez al año o cada más. Aparecía y desaparecía como un brujo y su rostro pintado y su colosal tamaño lo hacían temible para los habitantes de la aldea. Si Daten-shi sacaba una cabeza a su mujer, Hakkon la sacaba casi dos, pero la pequeña Azami nunca se sentía intimidada en su presencia. A fin de cuentas, su marido confiaba en él y con ella siempre había sido amable.

 

Aquella vez, como todas las anteriores, Hakkon apareció sin previo aviso una tarde. Azami avisó a su esposo al verle llegar entre las huertas y salió a su encuentro con la servicial humildad que le correspondía.

 

Hakkon se derritió al verla aparecer. Su forma de ver el mundo cambiaba profusamente cuando tenía un cuerpo físico. Costaba acostumbrarse. Durante unas horas todo era mucho más intenso, más profundo, más vivo. Y a pesar de que veía a diario a la hermosa mujer y que había aterrizado en su cuerpo con la determinación absoluta de acercarse a ella, verla allí en carne y hueso lo puso tremendamente nervioso.

 

Daten-shi apareció en seguida y su mirada se enturbió al reconocer las intenciones del nórdico, truncadas momentáneamente por la risueña actitud de su esposa. No hizo falta despedir a Azami, la mujer se ofreció a preparar un baño para que el recién llegado descansara de su largo viaje y dejó a los dos hombres solos en el porche.

  • Ni se te ocurra acercarte a ella, Hakkon.
  • Siempre estoy cerca de ella, ¿recuerdas? Y de ti. No podría alejarme, aunque quisiera.
  • Mantén tus zarpas lejos de ella. Azami no es una de tus rameras para usar y tirar cuando te haces corpóreo.
  • No se me ocurriría tratarla así.
  • ¡Es mi esposa, Hakkon!
  • ¿Y qué me quieres decir con eso? ¿Te crees que somos dos hombres normales discutiendo por la intimidad de una muchacha? ¡No me jodas, Ith´aru! Solo sería tocar aquello que ya contemplo…

No solía ir armado en casa, pero cualquier objeto cotidiano servía de arma en manos de Daten-shi, el asesino. De un golpe seco partió una vasija cerámica que había sobre la barandilla y apoyó el borde afilado en la garganta del otro hombre, antes de que pudiera siquiera reaccionar.

  • ¿Hace cuánto no te mato, Hakkon?

En los ojos del nórdico la sorpresa se volvió furia rápidamente y a la misma velocidad se quedó en nada. Iba a defenderse pero, por una vez, se lo pensó dos veces.

  • Sé lo que Azami significa para ti, viejo amigo. Solo déjame explicarte lo que significa también para mí.
  • ¿Para ti? Eres un puto fantasma, Hakkon. ¿Qué va a significar para ti?

Hakkon sonrió. No con su habitual sonrisa socarrona, sino con una sonrisa cómplice, íntima y calmada. Muy despacio y con una inesperada suavidad, cogió las manos de su amigo y las retiró de su cuello. Daten-shi no esperaba tanta sutileza en alguien como el nórdico y aunque retiró la amenaza, se mantuvo alerta.

  • ¿Vas a dejarme hablar sin intentar matarme con cualquier cosa que encuentres por aquí?
  • Eso dependerá de lo que digas.
  • No quiero follarme a tu mujer, Ith´aru…
  • Morirías antes de intentarlo.
  • … quiero estar con ella. Amarla como la amas tú.

Por la expresión de su cara, parecía que le hubieran arrancado medio cuerpo sin previo aviso. Una mezcla de sorpresa, incredulidad, temor y desagrado asomó en el rostro desencajado del asesino.

  • Estás de coña.
  • No lo estoy.
  • Estás hablando de mi esposa. ¿Crees que voy a darte permiso para cortejarla y acostarte con ella?
  • Me acuesto con vosotros cada noche, amigo. No voy a ver nada que no haya visto ya mil veces.
  • No se trata de ver. Se trata de hacer… ¡Por toda la sangre del mundo, Hakkon! ¿Tú te has visto? La sacas tres cuerpos. No voy a dejar que te acerques a ella.
  • ¿Temes que la satisfaga de formas que tú no podrías, carcamal?

Ahí estaba el viejo Hakkon. El Hakkon de siempre. Se habían sentado cada uno a un lado de una mesita baja, con la esperanza quizá de quedar fuera del alcance de una vasija rota, pero el golpe seco con el canto de la mano encontró la distancia perfecta y el nórdico fue impulsado hacia atrás, golpeando con la cabeza en uno de los postes del biombo.

  • Si me rompes la casa pasarás las horas que te quedan de vida reconstruyéndola.

Tras rebotar y golpearse también la cabeza, Hakkon se echó hacia delante, sujetándose la nariz partida con las dos manos mientras gruñía improperios. Colocó el tabique con un alarido y sus ojos enfurecidos se clavaron en su interlocutor.

  • ¿Ya estás contento?
  • No lo estaré hasta que vuelvas a ser un puto fantasma.
  • Si vuelves a intentar siquiera golpearme seré yo quien te mate y reparta tus miembros por ahí. A ver si mientras te recompones tienes forma de impedir que haga lo que me dé la gana…

Iba a ser más explícito, pero estaba hablando de Azami. Solo de pensar en dañarla se le revolvió el corazón en el pecho. Ith´aru se había puesto en pie ante su amenaza y su mirada hervía de rabia.

Había pocos hombres en el mundo capaces de matarle y Hakkon, le gustara o no, era uno de ellos. Ya lo había hecho antes. Pero eso no le iba a impedir plantarle batalla y dificultarle en la medida de lo posible toda consumación de sus innobles intenciones.

La conversación cesó al aparecer la alegre muchacha anunciando que el baño estaba ya listo.

  • Os he preparado vuestra ropa.

Azami apuntó aquello con alegre complicidad. Muchos años atrás, después de prestarle ropa de Daten-shi y que le quedara ridículamente pequeña, Azami había cosido unas prendas a medida para el nórdico y se las dejaba preparadas en el baño cada vez que venía. Nadie había puesto pegas a aquel amable gesto, la armadura y las prendas de batalla con las que solía aparecer no eran apropiadas para una cena en el hogar.

Al advertir el goteo de sangre y la tensión tan evidente entre ambos hombres, la mujer inquirió con la mirada a su marido, que sonrió de medio lado.

  • Una mala caída, amor mío. Hakkon está bien, no te preocupes por él.
  • Tranquila, preciosa. Nada que ese baño delicioso que me has preparado no arregle…

Los dos hombres se miraron entre ellos, zanjando por el momento la conversación que estaban teniendo. Aunque hubiera querido escuchar, la lengua en la que hablaban era ajena a cualquiera que la joven hubiera podido aprender. Los hombres tenían sus secretos y las mujeres tenían los suyos.

 

El secreto de Azami la avergonzaba profundamente. Amaba a su marido y le respetaba por encima de todas las cosas. Daten-shi era el hombre más extraordinario que había conocido. Era valiente, noble e implacable, pero también era dulce y bueno. Jamás habría podido soñar con un marido como él… sin embargo, había una sombra en torno a él. Más allá de sus muchas cicatrices físicas, había algo que le acompañaba siempre y le apartaba de la tranquilidad de las montañas. Siempre la miraba con amor, pero algunas veces la miraba con tristeza y casi podría decirse que con miedo. Esas veces le oía hablar solo, con palabras que no era capaz de entender. Solía decirse a sí misma que hablaba con los espíritus, con el pueblo de los ángeles del que todos creían que venía.

El nombre que le habían puesto al acogerle en el valle: Daten-shi significaba ángel caído. Los ancianos creían que sus muchas cicatrices se las había hecho al caer a la tierra desde las nubes, al bajar a ayudarles contra sus enemigos. Había salvado el valle y varias aldeas alrededor de una horda de salvajes despiadados y había decidido quedarse. Con ella. Azami se sentía la mujer más afortunada del mundo.

Y, sin embargo, le pesaba un anhelo secreto. Porque el mejor amigo de su esposo, el gigante nórdico llamado Hakkon, la miraba de una forma que la hacía sentirse desnuda. Apenas pasaba a saludarles una vez al año, pero cuando lo hacía, parecía que lo supiera todo de sus vidas, que conociera la casa y los alrededores, que entendiera todo de una forma que no era siquiera natural… y aquello en lugar de asustarla la hacía sentir extrañamente a salvo.

Al principio la había mirado con lascivia. Entonces sí la había asustado. Pero después, visita tras visita, había visto en sus ojos un anhelo que iba más allá de la carne y que, por mucho que intentara resistirse, la intrigaba.

Hakkon no era un ángel como su esposo. Era un salvaje cuyo pueblo vivía más lejos de lo que los mapas de la capital habían sido capaces de trazar, según decía. Era amigo de su esposo desde siempre y la forma en que se hablaban y la lengua en la que se hablaban no parecían de este mundo. A veces, al verlos juntos, imaginaba que uno era un dios y el otro un demonio, que se habían hecho amigos al principio de los tiempos y seguirían siéndolo cuando todo el valle se hubiera convertido en polvo. ¿Cómo, si no, iba Hakkon a saber tantas cosas? ¿Cómo, si no, iban a tener esa extraña camaradería, ese amor-odio que dibujaba una amistosa tensión entre dos extranjeros tan distintos entre sí?

 

Daten-shi era el ángel y Hakkon era el demonio. Y ella sentía a veces esa tirantez entre ellos como un tornado que la envolvía.

 

Ese día, al saludar al demonio antes de la llegada de su esposo, había visto algo en sus ojos que la había hecho estremecer. Aunque había logrado ocultarlo con entereza, mientras preparaba las ropas y el baño para el recién llegado, sus pensamientos habían llegado más allá de lo que hubiera deseado y ahora se sentía sucia mientras veía a los dos hombres defenderse el uno al otro educadamente.

 

Era evidente que el norteño no se había caído. Pero, aunque ninguno de los dos confesaría el origen de su disputa, Azami veía probable tener algo que ver con el lamentable episodio.

¿Sabría Daten-shi de sus pensamientos hacia el demonio pintado?

Daten-shi también sabía muchas cosas. Ya se había acostumbrado a ello, al fin y al cabo, era un dios caído del cielo que, aunque se había conformado con ella, no era humano como los demás. Sabía hacer cosas. No solo en la guerra, también en la casa, en el pueblo, entre las personas… sabía resolver conflictos y arreglar problemas con soluciones que nadie habría imaginado. Comprendía la naturaleza de la gente, sabía lo que harían antes de que lo hicieran… y por eso temía que supiera exactamente lo que pensaba.

Jamás la había golpeado, amenazado o mirado siquiera mal. Jamás la había tratado sino con el máximo respeto y devoción, pero temía, porque le sabía capaz de causar mucho daño, darle motivos alguna vez para enfadar con ella. Pero sobre todo temía defraudarle y que no quisiera seguir siendo su esposo.

 

Antes de permitir que Hakkon la siguiera hasta el baño, Daten-shi hizo una advertencia cuyas palabras Azami no entendió, pero sonaba evidente. El hombre la siguió en silencio y antes de cerrar la puerta tras de sí, la cogió la mano, con suavidad, pero sin permitir que ella la retirara pudorosa.

  • Gracias, Azami. Eres la luz que baña de alegría la más profunda oscuridad.

Se limpió los labios de sangre, frotándose la cara contra la piel que cubría su hombro y se llevó a la boca los finos dedos de ella, depositando un beso suave y cortés. Su mirada al hacerlo, por encima de la nariz inflamada y manchada de sangre, no era cortés.

La mujer escondió la mano y retrocedió a toda prisa. En su camino al exterior se topó de bruces con Daten-shi, que la oteó inexpresivo.

Había pánico en los ojos de ella. La apartó un paso, estudiando sus ropas y cogió sus manos. Una de ellas manchada de sangre.

El hombre tragó saliva y se llenó los pulmones de aire, muy despacio, tan despacio que Azami tuvo tiempo para sentir como la sangre abandonaba su piel, concentrándose en el pecho como un millar de agujas apretadas. La había cazado. Se sentía como un conejito acorralado por un lobo.

  • ¿Qué opinas de él, Azami?
  • ¿Qué?
  • De Hakkon.
  • Él… es tu amigo, no…

Tartamudeaba. Daten-shi sonrió y la atrajo hacia su pecho, cariñoso, comprensivo. Allí la meció un instante, irradiando tanto amor que Azami rompió a llorar, arrepentida de su solo pensamiento.

  • Sssh… no llores, mi vida. No hay por qué… ven conmigo. Hablemos.

Daten-shi la condujo al porche y se sentó en las escaleras, acogiéndola entre sus brazos. Azami se acurrucó allí, temerosa de enfrentar su mirada. Pero solo había amor en sus ojos.

  • Te atrae, ¿no es así?
  • No… yo te amo, Daten-shi.
  • Lo sé. Y yo te amo a ti, Azami. Pero el corazón puede albergar más de un anhelo. Y no digamos el cuerpo…
  • ¿Qué estás diciendo?
  • ¿Le deseas, Azami?

La mujer no respondió. Frunció el ceño, tratando de encontrar una respuesta honorable y correcta, pero no tenía escapatoria. No ante él. Daten-shi solo apartó la mirada. Su rostro surcado de cicatrices era indescifrable.

  • ¿Y le amas?
  • ¡No!

Daten-shi volvió a mirarla, comprensivo. Su sonrisa era triste, resignada, pero al menos sonreía. Azami había esperado furia, pero los ángeles saben cosas del alma humana que los hombres corrientes no son capaces de entender.

  • ¿Quieres que me vaya esta noche?
  • ¿Qué?
  • Él mañana se habrá ido. Puedo marcharme y…
  • No.
  • ¿No? No te culpo, Azami. No has conocido más hombres en tu vida. Hakkon es un salvaje, pero al menos es nuestro salvaje…
  • No quiero que te vayas… quiero que estés.

Al principio no la entendió, o prefirió no entenderla. Pero la mirada firme de Azami era inequívoca.

  • ¿Quieres que… estemos los dos? ¿Contigo?

Azami asintió. Le había costado un mundo confesar aquello, pero ahora que nada tenía que temer de Daten-shi se sentía más libre, más viva, más capaz de todo.

Ith´aru visualizó una escena, perdida en la memoria, en la que ya había compartido una mujer con el nórdico. Pero había sido una mujer sin nombre, sin huellas en su vida, de usar y tirar como las que solía encontrar el bárbaro en sus alocadas vueltas al cuerpo.

Sus ojos volvieron a posarse en su esposa. Su pequeña y adorada esposa japonesa. Suya durante quince años, a expensas de la presencia sempiterna de Hakkon. Todo acto debía tener sus consecuencias, al fin y al cabo.

  • Como desees.

Daten-shi hizo amago de levantarse, pero la mujer le retuvo un momento.

  • Te amo, Daten-shi. Nunca he conocido a nadie como tú.
  • No temas, tesoro. La vida es un suspiro. No deseo que la tuya albergue ningún dolor, ninguna espina, ningún anhelo no saciado. Siempre te he amado y siempre te amaré.

La besó con ternura en la frente y se internó en la casa. Azami aún estuvo unos minutos asimilando lo sucedido y lo que Daten-shi había dejado puerta abierta a que sucediera.

 

 

 

Todo acto…

 

Había sangrado profusamente pero, tras colocar el tabique, limpiamente desplazado, solo quedaba una ligera hinchazón y un dolor pasajero. El cabrón sabía pegar.

Se estiró cuanto pudo en la tinaja gigante a la que allí llamaban bañera y tras aclararse cogió la toalla y se secó meditativo. En realidad, no existía ese largo viaje del que debía descansar en el baño, se estaba aseando por cortesía con la dama. Se había hecho corpóreo y había acudido a la casa, decidido de una vez por todas a enfrentarse a la mujer y confesarle sus sentimientos. Pero no había contado con Ith´aru.

 

Su pensamiento habitual le acusaba de egoísta, dado que él tenía a la mujer para sí cada día. Pero no era una mujer al uso, era Azami. Era la criatura más luminosa, alegre y dulce con la que ambos se habían cruzado en siglos. Y, además, ella le amaba. No era el servicio reverencial que muchas mujeres casadas prestaban a sus maridos, a falta de escapatoria. Azami adoraba a Ith´aru. Disfrutaba con él y se sentía tremendamente afortunada por tenerle como esposo.

 

Muchas veces, mientras él trabajaba en la casa, mientras dormía o reposaba distraído contemplando el apacible paisaje de las montañas, ella le miraba embelesada. Siempre estaba pendiente de él, siempre deseosa de complacerle.

 

Hakkon envidiaba aquellas miradas. El amor con el que ella cocinaba para él, con el que hacía cada cosa queriendo agradarle. Nunca había sido un romántico, no como el puto carcamal, pero Azami tenía algo que le instaba a quererla con ternura.

 

Era apenas una chiquilla cuando le había sido entregada como esposa y ahora, más mujer, apenas había cambiado. Pero una cosa era envejecer bien y otra muy distinta permanecer inmutable, como Ith´aru, como él mismo en su espantosa condición fantasmal.

 

Pasarían junto a ella unos pocos años, la verían marchitarse y morir y aquella luz extraordinaria se apagaría sin haber sido por él degustada. No podía permitir eso.

Daba igual que el puto Ith´aru la creyera solo suya. La chica tenía sus propias ideas. Lo había visto en sus ojos. Ella también le deseaba, pero nunca se lo permitiría a sí misma. No estando él vivo… y él no moriría nunca. Así que no tenía sentido esperar más.

 

Abrió el liviano panel con más fuerza de la que pretendía, casi desencajándolo de su posición y encontró el rostro marcado de Ith´aru/Daten-shi con una ceja levantada y expresión molesta.

Iba a responderle con un improperio, pero el otro le esperaba de pie, extrañamente relajado y con el kimono abierto, como si se lo estuviera quitando.

 

Observó un instante la espeluznante cicatriz que surcaba su pecho, desde la ingle hasta detrás de la oreja izquierda. Él había sido quien, dos mil años atrás, le abriera en canal con su propio hacha. Veía a diario aquella cicatriz, pero vista con los ojos del cuerpo físico, resultaba mucho más impresionante.

 El otro hombre aprovechó la pausa para invitarle a pasar a la otra habitación.

  • Ven, quiero hablar contigo.
  • ¿Ahora quieres hablar?

 Antes de apartar la puerta, puso su cuerpo en medio, deteniéndole. Si no hubiera estado

distraído buscando la forma de discutir con él, Hakkon habría advertido que la puerta que iba a atravesar era la del dormitorio conyugal y se habría extrañado antes de escuchar las palabras del otro hombre.

  • No harás comentarios soeces de los tuyos que puedan ofenderla, ni la tratarás como a las furcias que te follas por puro deporte…
  • ¿Qué?

Daten-shi se hizo a un lado y Hakkon descubrió, estupefacto, a la dulce Azami tendida en la cama, pudorosamente cubierta por una sábana. Sus hombros pálidos sobresalían desnudos y su cabello, siempre cuidadosamente recogido, estaba suelto, como cuando esperaba a su esposo para compartir el lecho.

Se le había secado la boca, carraspeó tratando de entender la oferta y al ver que el otro hombre entraba también en la habitación, cerrando tras de sí, frunció el ceño confuso.

  • ¿Esto es que…
  • Así lo desea.

Hakkon alternó la mirada entre la encantadora mujer y el impertérrito hombre de las cicatrices, que ocupaba ahora una esquina de la habitación, mientras se deshacía de las prendas que le cubrían. Le resultaba más difícil de leer cuando los dos tenían cuerpos tangibles. La conexión que solía tener con él, con sus sentimientos y emociones, se perdía al volver al mundo físico. ¿En qué diablos estaría pensando para permitir aquello?

  • ¿Vas a quedarte ahí mientras me acuesto con tu mujer?
  • Y puedes hablar en japonés, no creo que quede nada que ocultar de aquí en adelante… solo una cosa más. Si la haces daño, el más mínimo rastro de dolor…
  • Lo sé, lo sé, me matarás mil veces más.

La mirada de Hakkon estaba fija en Azami mientras contestaba al otro hombre. Daten-shi, completamente desnudo, se tumbó en la cama a la espalda de ella y besó su hombro a modo de saludo.

 

Hakkon se pasó la lengua por los labios. Apenas podía creer que aquello estuviera sucediendo. Casi esperaba que Ith´aru sacara de entre sus cuerpos una katana y le rebanara cuando intentara tocar a su mujer.

 

Hincó las rodillas en la cama y esperó a ver si era atacado, con el cuerpo en tensión.

  • Creo que nuestro amigo necesita algo de ayuda…

Daten-shi susurró aquello al oído de su mujer, que sonrió divertida. Se volvió a besarle y dedicarle una última mirada inquisitiva. El hombre asintió y la pequeña Azami se incorporó, mostrando su cuerpo menudo en todo su esplendor.

 

El nórdico tragó saliva, dudando por última vez. En cuanto Azami se acercó a él y comenzó a desvestirle, se acabaron sus reparos.

 

Cogió el rostro de la bella japonesa entre sus manos y la besó con ansia. La mujer casi cayó hacia atrás, pero frenó contra el cuerpo de Daten-shi que, sigiloso, se había incorporado tras ella. Lanzó una mirada de advertencia por encima del hombro de la mujer y Hakkon se quedó rígido un instante, a partir del cual sus movimientos fueron mucho más controlados.

 

La besaba con devoción. Conociéndole como le conocía, Ith´aru entendió que no le había mentido. No era simple sexo. Hakkon realmente la estaba haciendo el amor.

 

La suya no era una relación fácil de explicar a terceros. Por suerte, no había nadie a quien tuvieran que explicar nada. Azami estaba disfrutando, Hakkon estaba disfrutando y Daten-shi no iba a quedarse a un lado como un simple cornudo. De los tres, era el único que estaba analizando aquello, así que, sencillamente se dejó llevar. Pronto los cuerpos de los tres estaban enredados y sudorosos y no fueron necesarias más palabras entre ellos.

 

 

El simple hecho de poder tocarla ya le hacía sentir mariposas en el vientre. No recordaba haber sentido aquello por nadie. Solían gustarle las mujeres bravas, guerreras y duras. Nada que ver con la dulce Azami que casi parecía ir a romperse entre sus enormes manazas.

Había visto mil veces a Ith´aru con ella, envidiándole profundamente y ahora estaba allí, a su alcance. La fue tendiendo en el lecho, muy lentamente y recorriendo su cuerpo como si fuera una delicada obra de arte que admirar en detalle.

Sus manos se cruzaron con las del otro hombre en varias ocasiones, afanados ambos en acariciarla por igual. Por un momento pensó en competir con los afectos de Daten-shi, pero un atisbo de racionalidad adquirida le apartó aquella idea descabellada de la cabeza. Sería inútil siquiera intentarlo, dado que al amanecer él se habría ido y ella seguiría con su vida. Era una oportunidad de una noche, como todas sus oportunidades de los últimos tiempos.

Descendió por su vientre hasta su entrepierna y allí se detuvo. Azami besaba a su hombre, que la envolvía entre sus brazos mientras el otro se afanaba en hacerla retorcerse de placer. Nunca la había tocado, pero la había observado tantas veces que conocía cada reacción, cada estremecimiento y aquel saber y no saber le ponía a mil.

Se irguió levantando sus piernas, lanza en ristre, tanteando el húmedo acceso mientras se enfrentaba a las miradas ardientes de los dos. Azami asintió con una sonrisa. Ith´aru se mantuvo inexpresivo, pero aprovechó la pausa para recolocarse bajo la liviana mujer, alzándola hasta colocarla aún más a tiro.

Hakkon pensó que se iba a correr, acabando de pronto con toda la fiesta, cuando al fin se deslizó dentro de ella, ansioso y conteniendo su fuerza para no dañarla. Azami gimió, llevando sus pequeñas manos a las caderas de él para guiar sus movimientos. Bajo ella, Ith´aru la acariciaba y mantenía controlada la fuerza de las embestidas.

Arqueada sobre él, la mujer susurró algo al oído de Daten-shi que el otro no pudo oír, pero que hizo que el hombre les empujara a los dos, suavemente, para recolocarles con Hakkon tumbado sobre el lecho y ella a horcajadas sobre él. El nórdico dejó de ver al otro hombre, pero sintió sus movimientos a la espalda de ella y cuando completó el trío, empujándola contra él y asomando por encima de su hombro, le sintió a través de ella con excitante nitidez.

Así enlazados, el nórdico no duró mucho más. Le recorrió un temblor como un escalofrío, desde la ingle hasta la coronilla, justo antes de explotar dentro de ella. Habría querido aguantar más y seguir gozando aquello, pero estaba desentrenado. Ith´aru en cambio, siguió embistiéndola, sin cambiar de postura hasta que la mujer tuvo otro delicioso orgasmo y solo entonces se permitió terminar.

Azami quedó tendida entre ambos, con Daten-shi ligeramente volcado a un lado para evitar aplastarla. Sonreía. Los tres sonreían, sin mirarse entre sí. Hakkon estuvo a punto de romper el momento con uno de sus comentarios pero cerró la boca apenas la abrió, sintiendo unos dedos apoyarse en sus labios.

Durante unos minutos permanecieron así, deliciosamente abrazados los tres, hasta que la mujer se incorporó ligeramente, apoyando los codos en los hombros de Hakkon y la barbilla entre las manos, observándole.

  • ¿Por qué solo una noche?

Hakkon buscó con la mirada al otro hombre que se había acomodado a un lado, acariciando la estrecha espalda de la mujer y negaba sutilmente con la cabeza.

  • Es cuanto puedo quedarme.
  • Siempre dices eso. Antes deseabas esto, pero no te atrevías… ¿Te quedarás ahora más días?

Fue Daten-shi el que respondió a aquello.

  • ¿Eso te gustaría? Un matrimonio de tres…

Azami se volvió hacia su marido, arrugando la frente y ocultando su rostro de la vista de Hakkon. No lo había pensado así. El nórdico la salvó de responder.

  • No puedo quedarme aunque lo deseara, Azami. Esta noche es cuanto tenemos…
  • Entonces, disfrutémosla.

Para sorpresa de ambos, la mujer se deslizó como una serpiente torso abajo y con manos y labios volvió a ponerlos a los dos a tono en un santiamén.

El segundo asalto fue más largo que el primero, más pasional, casi acrobático. Al final, Azami cabalgaba frente a frente a un Daten-shi sentado sobre los talones y Hakkon, a la espalda de ella y con las piernas rodeando las del otro hombre, acompañaba sus movimientos arqueado hacia atrás, completamente entregado a la satisfacción de ella.

Cada vez que alcanzaba el orgasmo, Azami tenía una serie de espasmos que contraían todos los músculos de su cuerpo y ambos hombres lo disfrutaban intensamente, intentando llevarla más y más allá.

Como si se hubieran coordinado, los dos hombres claudicaron a la vez, uno dejándose caer hacia atrás y el otro abrazándola como si temiera que pudiera escaparse. Quedaron los tres desparramados por la cama, extasiados y sudorosos. Y así abrazados y enredados se quedaron dormidos.

Poco antes del amanecer Hakkon abrió los ojos, salió a aliviarse y encontró entreabierta la puerta de la terraza. Ith´aru estaba fuera, sentado en las escaleras, con el kimono a medio cerrar y la mirada perdida en la gélida luz que surgía entre las montañas. Cuando le escuchó acercarse su voz rompió el silencio de la mañana, sonaba animada, como si llevara un largo rato despierto.

  • ¿Aún sigues aquí?
  • No quisiera marcharme sin darte las gracias.
  • No me las des… Eres un buen hombre, Hakkon. Un cabronazo impertinente, pero al menos no has mentido…

Azami se asomó también a la terraza, tras pasar ella misma por el aseo también. Los dos hombres se volvieron a saludarla, sonriendo.

  • Volved a la cama. Yo iré en un rato.

No hizo falta ver sus rostros para entender que anhelaban ese momento a solas. Hakkon tocó el hombro de su amigo al volver dentro y el otro rozó su mano mientras le instaba a aprovechar aquella oportunidad.

De nuevo en el dormitorio, solos los dos, Hakkon la besó como si fuera suya. Como si no existiera nadie más y pudieran hacer eterno aquel momento. La hizo el amor despacio, sin pretensiones, solo disfrutando del momento y entendió por fin lo que Ith´aru pedía cuando le decía que les dejara a solas, que les dejara en paz.

En su concepción el sexo siempre había sido sexo, con intimidad o sin ella, pero teniendo a aquella preciosa mujer entre sus brazos, solo para él, entendió muchas otras cosas.

Cuando Daten-shi volvió al cuarto los dos estaban ya dormidos. Azami se acurrucaba entre los brazos del gigante tatuado, como una niña entre las poderosas extremidades de un gran oso.

Con las primeras luces que entraron por la rendija de la ventana entornada Hakkon comenzó a disolverse, como un jirón de niebla que se extingue con el viento. Abrió los ojos y su expresión fue de atroz desamparo. Ith´aru esperaba que la mujer siguiera dormida, pero al descomponerse el brazo sobre el que se apoyaba se despertó sobresaltada y se volvió a tiempo de ver difuminarse con la luz al hombre tatuado. Se incorporó y sus ojos asustados encontraron consuelo en la templada mirada de Daten-shi.

  • Y por eso no puede quedarse, tesoro. Hakkon no pertenece a este mundo.

 

…Tiene consecuencias

 

Después de aquella experiencia, Azami ya no pudo volver a ver el mundo de la misma manera. Ya no solo sospechaba que su marido era un dios y su amigo era un demonio, ahora lo sabía con absoluta certeza. Y ella había yacido con los dos.

 

La ausencia de Hakkon lo convirtió en una idea deseable, a pesar de la presencia más que satisfactoria y amada de Daten-shi. Pero el bocado ya había sido probado y con el patrón del retorno del nórdico al cabo de un año, Azami soñaba con otra noche de pasión desbocada como aquella. Aunque intentaba hacer ver a su marido que no había nada que temer del hombre pintado, él sabía que la noche compartida por los tres la había dejado una profunda marca.

 

Por su parte, Ith´aru se planteaba a menudo si había sido sabio ceder a los impulsos de los otros dos: su esposa y su, quisiera o no, mejor amigo, dada la obsesión mutua, acrecentada por la imposibilidad de reencontrarse hasta pasado un año.

 

El único beneficio real de todo aquello fue que, algunas veces, el fantasma se apartaba discreto y les dejaba verdadera intimidad. Aquello no era algo que Azami pudiera siquiera percibir, pero para el otro era un alivio poder prescindir del incorpóreo testigo, de vez en cuando.

 

Su segundo encuentro, al cabo de un año, no tuvo nada del pudor del primero. Los dos amantes se ansiaban de forma casi salvaje y aunque Daten-shi participó activamente, sentía que era una noche para los otros dos, en la que apenas era un recurso sexual complementario.

 

Habría podido conformarse creyendo que al menos Azami era suya el resto del año y solo cada trece lunas debía compartirla con el otro, pero, aunque seguían con las mismas rutinas, ella tan risueña y entregada a su vida marital, cuando se acercaba la fecha en que el fantasma volvía a la vida, la mujer se alteraba aunque intentara disimularlo.

 

Y así entraron en la inercia de las esperas entre visitas de Hakkon. Durante cinco años, Azami siguió perteneciendo a Daten-shi, salvo la noche en que el nórdico aparecía. Pero el hombre de las cicatrices ya no sentía la pureza y la entrega de antaño, ya no creía en las palabras de ella, ni en sus besos ni abrazos y cuando el fantasma llegó a su casa por sexta vez, dispuesto a su encuentro casi anual con la pareja, Ith´aru se marchó de la casa.

  • No puedes irte, viejo.
  • Esta noche sí. Esta noche no nos ata nada, Hakkon.

Sin su esposo, el pasional encuentro con el fantasma encarnado tuvo un sabor agridulce. Apenas se hubieron degustado el uno al otro, Azami salió al porche, oteando las montañas en busca de su amado. Hakkon quiso reconfortarla, pero decirle que él lo encontraría al día siguiente o en un par de ellos si tardaba en regresar, como a veces ocurría, no serviría de consuelo y revelaría detalles de su historia que Ith´aru no quería revelar.

 

El nórdico quería aprovechar aquella noche, pero la mujer estaba preocupada. Preocupada por haber desperdiciado la compañía de un dios por el anhelo de un diablo pasajero y preocupada por haber herido los sentimientos del hombre al que de verdad amaba, por el deseo exótico de su aventura con el gaijin tatuado.

  • ¿Quieres ir a buscarlo?
  • Querría que no se hubiera marchado. Querría que no se hubiera confundido.
  • ¿Confundido?
  • Él cree que le has sustituido y no es así.

La mueca de sorpresa fue toda la respuesta que pudo dar antes de que ella continuara hablando. 

  • Me gustas, Hakkon y no negaré que te quiero. Pero a él le amo. Le amo más que a mi vida y ahora le he perdido.
  • Volverá, no sufras. Nos ha dejado esta noche pero…
  • No lo entiendes…

 Había rabia en la mirada y en el tono de la pequeña y dulce Azami.

 

  • … da igual si vuelve o se marcha para siempre. Ya le he perdido.

 

 

 

Aquella noche Ith´aru solo buscaba soledad. Alejarse de ese hogar que llevaba ya tiempo perdiendo su esencia y de esa pareja que, con su consentimiento, le había ido apartando hasta convertirle en un mientrastanto entre sus encuentros. Sería fácil odiar a Hakkon, pero la culpa era suya por haber cedido a la curiosidad y al anhelo de su esposa, por haber creído que su propio encanto podía mantener a su lado a una criatura tan deliciosa como Azami frente al exótico y misterioso atractivo de un fantasma de presencia esporádica. Quizá se había acomodado. Había soñado con poder alargar aquellos años de entrañable felicidad, pero solo se engañaba a sí mismo.

 

Hizo recuento de las veces que se había casado tras salir de la Isla y de los años que había podido disfrutar de aquella ilusión de felicidad consumada. Tan solo a una de sus esposas la había llegado a ver envejecer y morir sin tener que enfrentarse a acusaciones de brujo y cosas peores. Azami habría envejecido con él sin temerle, ya que le consideraba una suerte de dios, un regalo del cielo… pero en un mundo de dioses y demonios, los demonios siempre resultaban más tentadores.

 

Había cabalgado un par de horas hacia el norte sin pensar siquiera en que hubiera en el mundo otro ser vivo más que su caballo y él, pero había otros seres vivos con sus propias preocupaciones en mente, mucho más prácticas y mundanas.

 

El primer mazazo lo derribó del caballo, dejándolo tendido en el suelo y falto de respiración. Después llegaron los rapiñeros rebuscando entre sus ropas y creyendo que encontrarían algo de valor. Cuando intentó apartarlos, aún confuso, uno de ellos clavó en su pecho un puñal, mientras se lamentaba tan solo por el desperdicio de la prenda que mancharían de sangre. Recuperaron el cuchillo y le dejaron allí tendido mientras rebuscaban también en la silla del caballo y discutían sobre el reparto de cuanto encontraron en su pesquisa.

 

Ninguno esperaba que se levantara. Ninguno esperaba que el pecho aplastado volviera a su hechura original y la herida en el pectoral izquierdo se cerrara como se cerró. Pero esa noche la templanza y habitual economía de golpes del inmortal se vio rebasada y los cinco ladrones pagaron por los crímenes de todas sus vidas con dolor.

 

Cuando, días después, encontraron los cuerpos, nadie supo explicar qué clase de bestia podría haber causado tal destrozo. La crueldad y el esmero con que se habían ensañado con los cinco desgraciados dio la vuelta a los estómagos de más de uno.

 

Mientras tanto, el hombre siguió vagando por los caminos, sin ninguna prisa por volver al valle. Hakkon volvió a su lado, como siempre, al tercer día de haberse hecho corpóreo y, tras su confusión habitual al volver a su estado fantasmal, intentó en vano hablar con él de la noche con Azami. El retorno del fantasma le devolvió un poco a la realidad y por fin puso rumbo de vuelta. Les sorprendió una hilera de aldeanos abandonando el valle y una columna de humo tras las colinas, en la dirección del hogar de Daten-shi, y el hombre de las cicatrices cabalgó a toda velocidad aquel camino que había evitado desganado los dos días anteriores.

 

Una horda procedente de los pueblos del mar había subido hasta allí, olvidada ya la derrota de veinte años atrás, y había encontrado la escasa resistencia de pastores y granjeros. Habían saqueado y quemado cuanto habían encontrado a su paso.

 

Daten-shi atravesó los escombros de su casa casi en trance, hasta dar con el cuerpo tendido de su esposa en el patio trasero. Se había quitado la vida antes de caer en manos de aquellos bárbaros y, con la sangre que brotaba de su herida abierta, había escrito en las losas del patio una breve misiva dirigida a su marido.

 

“Daten-shi: solo a ti te he amado siempre. Gracias por la vida que me has dado. Siempre tuya”

 

Ith´aru abrazó a su esposa y meció el cadáver durante tanto tiempo que la noche cayó sobre él. Su mirada se mantuvo perdida, sumido en sus más profundos y oscuros pensamientos. Sus ojos lloraron solo tras secarse con el humor que arrastraba el viento y aún así apenas parpadeó o se movió hasta que las quejas e improperios de su parca lograron sacarlo de su ensoñación.

 

A la luz de las últimas llamas de consumían su hogar, Ith´aru fijó la vista en el alicaído bárbaro que, sentado en los tablones ennegrecidos de la escalera, le contemplaba rabiando.

 

  • ¿Por qué te lamentas? Eso es lo que hacen los conquistadores, Hakkon. Destruyen aquello que desean poseer, creyendo que podrán alzarse sobre sus cenizas.

 

Hakkon el Conquistador, que había llevado un ejército de bárbaros a la Isla de Bekurianth dos mil años atrás haciendo exactamente lo mismo que aquella horda de rufianes, lloró largo y tendido ante la amarga y afilada acusación, con todas sus connotaciones.

 

Pasarían meses hasta que los dos, hombre y fantasma, volvieran a dirigirse la palabra. Meses durante los cuales Ith´aru, el asesino, hizo eco de su nombre eliminando hasta el último reducto de los hombres del mar.

 

Su furia borró de la historia a aquellos bárbaros y saqueadores, permitiendo que la historia de Japón evolucionara como se conoce hoy en día.

 

 

 

 

Oliver Leal es el protagonista de Puertas a la Atlántida.

De su larga historia hay más fragmentos como este, de la recopilación "Libro de Momentos".

- Han (El origen de la Hermandad de Asesinos)

- Azami (La casa de las Montañas)

- Ánika (El retorno del aprendiz)

- Un trabajo en Formigal 

 

La parte más actual e intensa de su vida se narra en Puertas a la Atlántida y La Isla del Tiempo.