El crujido uniforme de las cuadernas al chocar contra las olas acompasaba el inquieto sueño del más de un centenar de esclavos apiñados en la apestosa bodega. Algunos habían subido al barco aparentemente enfermos y habían muerto en la travesía. Los marineros se habían molestado en retirar a algunos, a otros no.
El calor y el olor formaban parte de aquella maraña de cuerpos encadenados. De todos salvo de uno, al que todos los cautivos evitaban mirar o tocar siquiera.
Durante las primeras noches, de nerviosismo y violencia, los hombres aún tenían la esperanza de escapar. Gritaban aterrados, queriendo huir de aquellas cadenas y queriendo separarse del extraño, en una lengua que sus captores no entendían.
El extraño se fue rodeando de muertos, pero hasta pasado casi un mes desde que zarparon, los oficiales no se dignaron a bajar a la bodega y descubrirlo.
Era un hombre de color, como todos ellos, con marcas en la piel y los dientes limados, como muchos otros. Tenía los ojos oscuros y la mirada hostil, como todos los demás y, debido al baño forzado que habían recibido antes de subir al barco, todo rastro de pintura tribal había desaparecido de su piel.
– ¿Qué les pasa, eh? ¿Tenéis miedo a los muertos, eh?.. Por Dios, cómo apestan. ¿Todos esos han muerto? Hay que sacar los cuerpos. Si llegan enfermos o podridos no podremos venderlos bien. ¡Vamos! ¡Andando! ¡Tirad a todos esos por la borda! Y dadles algo de pan, ¡maldita sea! ¡no podemos desperdiciar más mercancía!
Los hombres entraron a las celdas, armados y temblorosos, en busca de los cadáveres. El extraño les siguió con la mirada, sentado, encadenado, rodeado de cuerpos tendidos.
Cuando estaban ya sacando al último de ellos, el hombre se puso en pie. Era una cabeza y media más alto que cualquiera de los tripulantes. Su espalda era ancha y cubierta de cicatrices anteriores a los látigos de los captores. Ni siquiera había sido capturado en realidad, sujetaba las cadenas con sus enormes manos y con ellas despachó a cuantos se pusieron en su camino.
Se cernió sobre los marineros, blandiendo las pesadas cadenas con ligereza, como un relámpago de oscuridad, apagando de golpe velas y candiles. Los hombres blancos gritaron. Los hombres negros contuvieron el aliento aterrorizados.
Habían entregado sus sacrificios al diablo de la oscuridad con la esperanza de un pasaje sin cadenas. Pero el extraño no tenía piedad. Cuando se sintió fuerte por la sangre de los cautivos, atacó a los captores, pero el barco no podía manejarse solo y tuvo que emplear a parte de los cautivos y parte de los marineros para llegar a puerto.
La noche que avistaron por fin tierra, el demonio dio muerte por igual a todos ellos y lanzó un pequeño bote al agua para poder arrimarse a la orilla antes de que el alba despuntara en el horizonte que dejaba atrás.
Así llegó At´ar´ad´ek, el demonio de la oscuridad, el bebedor de sangre, al Nuevo Mundo. Y allí se perdió en la inconmensurable maleza, donde moró libre, alimentándose del dolor y el terror que los hombres llevaban consigo.
(Notas de demonología de la sección afroamericana de la Sildhala)