La sacerdotisa recorría el frío metal de aquella burda hacha de guerra con la delicadeza con la que se acaricia a un bebé o a un amante dormido. Era lo único que conservaba de él. El arma que le había quitado la vida.

Cuando el navegante despertó y caminó hasta su lado, Ayra estaba mirando al infinito, muy por encima de la repisa sobre la que descansaban el hacha y una espada.

  • ¿Algún día me contarás la historia de esas armas?
  • Sirvieron para matar, como todas las armas.
  • Pero estas las tienes en un altar.

Se volvió hacia él, con esa sonrisa seductora en la mirada que le había conquistado en la recepción, solo que sus labios no sonreían.

  • Debes irte, Orión.
  • ¿Tan pronto?
  • Creo que lo hemos prolongado demasiado.
  • Bueno, yo creo que podríamos prolongarlo un poco más…

Sus ojos dejaron de sonreír, convirtiéndose en frío hielo.

  • Vete, Orión. No me hagas repetirlo.

El navegante suspiró. Era la tercera vez que se repetía aquella escena. Un encuentro pasional, una noche de buen sexo y por la mañana, antes del amanecer, ella se volvía hermética y le echaba a patadas. No le toleraría a hombre o mujer semejante trato, pero ella era tan extraordinaria que prefería soportar su desdén y poder disfrutar de su compañía, que discutirle su proceder.

 

Se levantó de la cama, estirándose como un gato antes de abandonar el lecho y se vistió despacio, de esa forma deliberadamente sexy que sabía que ponía cachondos a hombres y mujeres al verle, pero Ayra ni siquiera le estaba mirando. Seguía mirando al infinito, más allá del arma que conservaba en un altar en su propio dormitorio.

Aquello sí resultaba frustrante, podrían pasar meses o incluso años hasta que los acuerdos le permitieran volver a la Isla y no quería dejarla, no quería separarse de ella.

Cuando ya iba a abandonar la habitación, resignado a no recibir ni una triste despedida, Ayra le cogió del brazo.

  • Orión, tú recorres los mares del mundo entero… puedes ir a cualquier parte, abrir puertas a todos los rincones del mundo.
  • Sí, ¿estás pensando en hacer una escapada conmigo?
  • Pensaba en que quizá podrías encontrar a alguien para mí.
  • ¿Tiene algo que ver con esa espada?
  • Olvídalo, ha sido una estupidez.
  • Ayra, por ti secuestraría a los hijos bebés de los peores tiranos de la tierra.
  • ¿Eso debe sonar romántico?

La sacerdotisa volvió a sonreír y el navegante se deshizo por dentro, extasiado.

  • Pídeme lo que quieras. ¿A quién debo buscar?
  • Su nombre es Ith´aru

Pudo sentir cómo la estudiada coraza de la sacerdotisa se resquebrajaba al pronunciar aquel nombre. Le siguió una pausa sutil, como si paladeara cada sílaba y Orión sintió celos inmediata y dolorosamente de aquel nombre extraño, fuera quien fuera su portador y se apresuró a romper ese silencio incómodo.

  • ¿Qué aspecto tiene?
  • Le reconocerás por las cicatrices de su rostro… – Ayra se acercó a él y con sus dedos delicados le fue señalando en el rostro, en el cuello, en las manos, un sinfín de líneas y áreas de lo que describió como cicatrices, más gruesas, más rosadas, como si pudiera verlas con nitidez. Orión frunció el ceño confuso. La persona que describía no podía lucir muy buen aspecto con todas las marcas que le achacaba y sin embargo, la mirada perdida de Ayra reflejaba algo que no veía en sus ojos cuando le miraba a él, ni a nadie al que hubiera visto en todos sus encuentros previos. La mano derecha de la sacerdotisa se detuvo en su cuello y se fue deslizando por el pecho y el vientre, hasta la ingle. Orión sonrió con picardía, dispuesto a devolver la caricia pero la mano de ella detuvo la suya –… si le encuentras, en tu largo caminar por el mundo, debes…
  • ¿Traerlo aquí?
  • Decírmelo.
  • ¿No querrías que le trajera aquí?
  • No.
  • De acuerdo.
  • ¿Le buscarás por mí?
  • Haría cualquier cosa por ti, Ayra.
  • Entonces búscale por mí, Navegante.